Somos su hijo amado – III Domingo de Navidad C
En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego».
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo:
«Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Lc 3,15-16.21-22
“Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas”, dice Pedro en los Hechos de los Apóstoles. Él ha descubierto que Dios no hace preferencias y que todos nosotros somos iguales a sus ojos, a pesar de nuestra religión, cultura y origen social. Hagamos lo que hagamos, no podemos cambiar la manera que tiene Dios de vernos y amarnos, que es siempre total y absolutamente comunión con nosotros. Lo único que cambia, entonces, es nuestra manera de percibimos y entendernos a nosotros mismos.
El ejemplo que me parece más claro para explicar este concepto es la parábola conocida como “del hijo prodigo”: aquí el Padre ama de la misma manera a sus dos hijos, independientemente de lo que hagan. De hecho, el segundogénito, después de haber hecho sus cálculos, cree que es mejor para él abandonar la casa del padre y vivir sin preocupaciones; sin embargo, su plan no funciona y vuelve arrepentido, dispuesto a ser un siervo más, pero el padre, que lo ha estado esperando siempre, no ha cambiado su relación hacia este hijo inconstante, a pesar de lo que éste haya podido hacer: él sigue siendo su hijo amado.
Lo mismo pasa con el primogénito: éste vive de forma escrupulosa y superficial su relación con el padre, creyendo que la simple adhesión a lo que el padre quiere puede bastarle para luego pretender ciertos privilegios de él; esto explica su enfado cuando ve como el padre trata a aquel hermano necio no con severidad, aplicando el castigo que se merece, sino con misericordia y lo acoge como un hijo que, perdido, ha vuelto a casa. El hermano mayor cree que el padre está haciendo “favoritismos”, porque no se ha dado cuenta que el padre ha amado siempre a los dos por igual y que el problema está, más bien, en la forma que él ha tenido de percibir su relación con el Padre: él también ha sido siempre su hijo amado.
Dicho en otras palabras, Dios no cambia: su amor hacia nosotros es siempre fiel y total. Lo que cambia es nuestra forma de entender este amor, este Padre y de entendernos a nosotros mismos. Lo vemos en el bautismo de Jesús: Lucas nos cuenta que Jesús es bautizado (por Juan) y se sumerge totalmente en las aguas del Jordán. Después de haber salido en superficie, se siente invadido por el Espíritu Santo y escucha una voz que le dice: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».
En este momento particular, Jesús toma conciencia de los que es y de lo que siempre ha sido: hijo amado por el Padre. Esta nueva conciencia de si mismo, representada como el Espíritu Santo que baja sobre él para iluminarle y guiarle, lo llevará a cuestionarse su vida y a descubrir su verdadera misión, a saber, dedicarse en cuerpo y alma a compartir con los demás la buena noticia que a él mismo le había cambiado por dentro.
Entonces, no es Dios que cambia su opinión sobre nosotros, según lo que hagamos o digamos, como si nos quisiera más si “hacemos” lo que Él quiere, porque de lo contrario nos querrá menos. ¡Esta idea es absurda! Somos nosotros que, a lo largo de la vida vamos descubriendo que hay otra manera de hacer las cosas, que hay otra forma de vivir y entender el mundo; nuestra conciencia de la cosas, de las relaciones y del mundo va transformándose y si llega el gran momento, entonces nos descubrimos “hijos amados”, no por lo que hemos sido, sino simplemente por “ser”, así, gratuitamente.
¿Es que, acaso, antes no éramos hijos amados, y ahora lo somos? No, no es el bautismo que nos transforma en hijos amados, porque esto lo hemos sido siempre para Dios. Lo que ocurre es que con el bautismo tomamos conciencia de lo que siempre ha sido: que Dios nos sostiene con su amor y ternura. Lo que ha cambiado es que solo ahora hemos podido alcanzar este nuevo nivel de comprensión y nuestra mirada cambia totalmente. Sin este nuevo entendimiento, no habrá bautismo que pueda hacernos cambiar.
Estas pequeñas reflexiones podrían dar la idea de que todo depende de nosotros, de nuestras capacidades, de nuestra comprensión. No, todo es fruto gratuito de Dios, todo es don que viene de Él. Su gracia (o sea, su amor) siempre está allí, nos rodea, nos envuelve, nosotros vivimos en ella, a la espera de darnos cuenta y descubrir la verdadera realidad.
Deseo, entonces, para todos nosotros, que podamos hacer experiencia de este Amor gratuito que nos envuelve y nos llena. Con esta experiencia, cambiará también nuestra manera de percibir la realidad, fuera y dentro de nosotros, para descubrir que somos desde siempre ese hijo amado. Que podamos abrir, así, nuestros ojos y salir de las cárceles que la mayoría de las veces nosotros nos hemos construido y en las que vivimos encerrados en nuestra reducida forma de comprender la realidad, segura, porque hecha por nosotros, a nuestra medida, pero limitada y agobiante. De esta forma, también nosotros podremos ser luz para los que lo necesitan y podremos sacar “a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en las tinieblas” (Is 42,7).