Religión, opio o energizante – XXXIII Domingo B

Religión, opio o energizante – XXXIII Domingo B

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.» Mc 13,24-32

El día y la hora nadie lo sabe. A lo largo de sus dos mil años de vida, la comunidad cristiana ha siempre dado mucha importancia a lo que solemos comúnmente llamar “el más allá”. Las primeras comunidades estaban segurísimas de que Jesús iba a llegar muy pronto y este fuerte deseo ha llegado hasta nuestros días con la famosa y antiquísima expresión aramea, Maranatha, que significa “ven Señor”.

Han pasado siglos desde entonces y la Iglesia ha tenido que replantearse la inminente segunda venida del Señor, que ahora se espera en un tiempo no bien determinado. El anhelo por esta comunión definitiva con Dios, sin embargo, no ha desaparecido. Por otro lado, y volviendo al cristianismo de los orígenes, hay que pensar que las primeras comunidades se iban fundiendo con la gente de mentalidad griega. La necesaria consecuencia de todo esto era la de proponer un mensaje de fe propiamente judío con categorías griegas.

Para la filosofía griega antigua (Platón y su escuela), el mundo de las ideas era el mundo verdadero; ello representaba la perfección que, al hacerse materia, perdía toda su energía, su divinidad, mostrándose en su plena imperfección. De aquí la convicción de que el cuerpo y toda la materia en general eran un empobrecimiento de lo divino, contenido sin embargo en el alma. Ésta tenía, entonces, que liberarse de la cárcel de la materia y todo lo que tenia que ver con el cuerpo, sus necesidades y deseos, no podían que ser entendidos como una esclavitud de la que había que deshacerse.

Esta mentalidad griega estaba muy lejos de la óptica judía, en la que Jesús se había criado y con él también sus discípulos. Para un judío, de hecho, Dios mismo había sido el origen de todo y cada creación suya la había bendecido definiéndola como buena. En este sentido, la creación en sí era fundamentalmente positiva y la presencia del mal se explicaba con los malos actos de algunos seres humanos (como creían los fariseos) o porque algunos ángeles rebeldes habían corrompido la entera obra de Dios (según los grupos apocalípticos).

Con el tiempo, pero, se terminaron por olvidar las raíces judías y el cristianismo fue cada vez más pensando por medio de las categorías griegas; finalmente se fue imponiendo una cierta teología que exaltaba los sacrificios y renuncias que tenían que ver con el cuerpo. En este valle de lágrimas, entonces, no había más remedio que sufrir con el Señor y esperar que todo se acabar cuanto antes, para así llegar a estar con el Señor, porque solo después de esta vida llegaría la verdadera vida. 

Algunos se habían olvidado que él mismo Jesús había sido el primero a dar todo si mismo para este mundo, para edificar el reino de Dios. Nada en él hacía pensar que no había que implicarse en transformar esta realidad y nada en él había hecho pensar que este mundo, con su materialidad, había que considerarlo como algo negativo. Su mensaje se centraba en un Reino que no se terminaba proyectándose en el futuro, sino que se debía de construir ya aquí y ahora, aunque no conseguiría llegar a su plenitud en este eón.

Es por esto que la tan famosa afirmación de Marx “la religión es el opio de los pueblos” tenía y sigue teniendo su razón de ser. La religión, entendida y vivida en su auténtica esencia, es fuente de transformación interior y exterior. Ella es el instrumento que nos permite beber de la fuente para empezar un largo viaje de cambio personal. Pero esta reforma no puede limitarse a la persona, sino que es un sendero que hay que vivir como comunidad y, como tal, mira a renovar el mundo según los criterios del evangelio.

Una religión mal entendida, sin embargo, puede hacernos caer en la trampa de que este mundo es intrínsecamente malo y no hay forma de levantarlo. La solución es aceptarlo y confiar en el Señor que vendrá pronto a poner solución a todo. ¿Religión que anestesia o religión que activa? Con nuestra respuesta testificamos al mundo la relevancia o la inutilidad de la religión. Si esta sirve para refugiarnos en unas creencias que nos consuelan, nos dan seguridad y apaciguan nuestras conciencias, adormilando de paso también nuestra razón, seguiremos haciendo un escaso favor a un mundo que necesita de personas valientes y comprometidas para un proyecto común. 

Por lo poco que yo he entendido hasta ahora sobre Jesús, sin embargo, él ha venido a molestarnos, a incomodarnos, a sacudir nuestras certezas para que no dejemos nunca de revisar nuestra forma de ser, pensar y actuar hacia nosotros mismos, hacia los demás y con Dios. Ésta es, entonces, la religión que espabila, que es capaz de leer los signos de un mundo que cambia, que es capaz de ver las ramas de la higuera ponerse tiernas y brotar las yemas, porque el Espíritu Santo sigue obrando de forma invisible aún allí donde todavía no tenemos la habilidad de verlo.

Deseo, entonces, para todos nosotros que podamos ser cristianos capaces de no encerrarnos en nuestro cascarón, cayendo en la tentación de apagar la luz que llevamos dentro, arrastrados a lo mejor por un entorno que no nos ayuda a desarrollarnos. Miremos a Cristo como a aquel que siempre está aquí y nos empuja a crecer, a donarnos, a cuestionar nuestra imagen de Dios, a no relajarnos por lo que hemos alcanzado. Porque la religión vivida auténticamente no es opio de los pueblos, sino energizante para una humanidad cada vez más plena.

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