La Iglesia es escriba y pobre viuda – XXXII Domingo B
En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa.»
Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales.
Llamando a sus discípulos, les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.» Mc 12,38-44
La Iglesia: escriba y pobre viuda. Los escribas eran estudiosos de la Palabra de Dios (la Torá) y su poder residía en el saber. Habían dedicado toda su vida a estudiar para transformarse en eruditos y así poder dirimir cuestiones religiosas, rituales y de derecho penal. Sus decisiones estaban al mismo nivel de la revelación divina y hasta superior a ella, porque la interpretaban y la actualizaban. Por esta razón tenía derecho al título de rabbí (maestro) y su influencia en el pueblo era muy elevada. Ellos eran una figura clave para descifrar la voluntad y el plan de Dios para con el ser humano. Todo aquel que quería saber y vivir según Dios, no podía no escuchar a los escribas.
Ellos eran venerados, admirados y hasta tratados con cierto temor reverencial, por ser portavoces de la voluntad divina, puesto que sus palabras tenían autoridad soberana. Es por todo esto que ellos gozaban de un enorme prestigio social. A su paso la gente se levantaba en señal de respeto; se les llamaba rabbí, maestro o padre; en una comida importante ellos siempre ocupaban los primeros puestos y en las sinagogas daban la espalda al armario que contenía los rollos de la Palabra de Dios, mirando a la gente. No les estaba permitido cobrar por su actividad de interprete de la Torá y la mayoría vivía del buen hacer de la gente que les invitaba a comer y cenar, sabiendo que de esta forma Dios les habría recompensado.
Claro está, sin embargo, que no todos los escribas eran tan honestos y recto en su día a día; algunos, de hecho, aprovechaban de su rol para vivir como parasitos y ponían en serio riesgo la vida de la gente humilde y trabajadora que, simplemente, quería vivir en comunión con Dios. En otras palabras, abusaban de su poder para buscar su interés personal más que para ayudar a la gente.
Este narcisismo y afán de poder que se podía encontrar entre los exponentes de este grupo social no está tan alejado de lo que puede pasar hoy en día en aquellos que ocupan cargos directivos en las empresas y, porque no, también dentro de la misma Iglesia. Es lo que hoy el papa Francisco llama “clericalismo” y que define como una peste para la Iglesia. Porque es una actitud totalmente antievangelica, puesto que eleva a ciertas personas por encima de otras, por el simple hecho de haber sido elegidas a guiar una comunidad.
Ya en otras ocasiones el evangelista Marcos nos había recordado lo que era importante para Jesús: «Como muy bien sabéis, los que se tienen por gobernantes de las naciones las someten a su dominio, y los que ejercen poder sobre ellas las rigen despóticamente. Pero entre vosotros no debe ser así. Antes bien, si alguno quiere ser grande, que se ponga al servicio de los demás; y si alguno quiere ser el primero, que se haga servidor de todos» (Mc 10,42-44). Y aquí se nos recuerda como el poder, cuando se viste de tinte sagrado, en lugar de ser un medio para ayudar a entrar en comunicación con Dios, se transforma en vehículo de abusos y privilegios, corrompiendo todo lo que toca.
El modelo opuesto a los escribas Jesús lo encuentra en una pobre viuda que echa en el tesoro del Templo lo poco que tiene. Estamos en las antípodas de lo que un judío podía imaginar. Porque, de hecho, pasamos desde el prestigio que tenían los doctores de la Ley a una mujer, considerada inferior a los hombre y además pobre, porque viuda; en otras palabras, una marginada. Además, ella tenía que haber pasado por una clara humillación, porque cada vez que se echaba dinero en el tesoro del Templo, las monedas sonaban y cuanto más ruidos hacían más conspicua había sido la ofrenda. Sin embargo, la ofrenda de la pobre viuda apenas se había podido escuchar, llamando la atención de aquellos que estaban allí cerca.
Es como si Jesús estuviese diciendo a sus discípulos que entre ellos no se podía actuar para aparentar, ni para ponerse en el centro, creyéndose superior a los demás ni tampoco para buscar privilegios y derechos de origen divino. La vía autentica tenía que ser la misma de la pobre viuda: actuar en el silencio, en la humildad, sabiéndose falible y, a pesar de todo esto, entregar todo si sismo, sin condiciones, al servicio de otros. Porque los demás había echado lo que les sobraba, mientras ella había echado toda su vida.
En otras palabras, Jesús parece recordarnos que a veces es muy fácil caer en una verdadera contradicción: aquellos que están llamados a enseñar, sólo lo hacen con la boca, mientras que aquellos que son considerados como los últimos y los lejanos, justo ellos son los que enseñan con su forma de actuar, sin pompas ni manías de grandeza.
Deseo, entonces, para todos nosotros, como comunidad de discípulos de Jesús, poder entender esta lección que Jesús nos da hoy también. Una Iglesia humilde, en busca de los últimos, que enseña más con la vida y el ejemplo que desde la cátedra es una Iglesia que muestra ser una verdadera escriba, porque se hace pobre viuda que no busca a si misma, en cuanto el centro es el O(o)tro. Parafraseando la canción de John Lennon, “Imagine”, que maravilloso sería un mundo en el que, desde los padres hasta los lideres religiosos y políticos, el poder se usara para construir un lugar de paz, justicia y amor en lugar de servir para buscar prestigio y perseguir intereses personales.