Un amor indisoluble – XXVII Domingo B
En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron: «Moisés Permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio.»
Jesús les dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios «los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.» De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.» Mc 10, 2-12
En la cultura de los tiempos de Jesús, era el hombre el que tenía el lugar predominante en la sociedad y sólo él tenía plenos derechos. La mujer, más que compañera del hombre y a su misma altura, era simple propiedad del padre y, una vez casada, lo era del marido. La fidelidad de la mujer era, entonces, sagrada. Era ella, de hecho, la que posibilitaba al marido tener hijos y así permitir tener una descendencia. No poder tener hijos era considerado en la práctica como una maldición, señal de que el mismo Dios estaba castigando a la pareja o a uno de los dos por algún pecado.
En este sentido, el adulterio estaba prohibido, pero solo por parte de la mujer. Esto porque ella era considerada como un objeto más de los bienes del marido y la pena para tal transgresión era la muerte. Sin embargo, el hombre podía estar con otras mujeres (una esclava, una prostituta, una no casada), siempre y cuando no tuviesen marido. Esta relación asimétrica permitía al hombre poder repudiar a su mujer en cualquier momento y sin ningún problema, causándole también grave daño económico y social. De hecho, una mujer repudiada era una mujer rechazada por la sociedad, puesto que nadie en su sano juicio hubiera querido casarse con ella y entonces esto le creaba un futuro muy cuesta arriba, al límite de la supervivencia.
Es por esta razón que la pregunta que el fariseo hace a Jesús es una trampa. Los dos, de hecho, saben que es lícito para el hombre repudiar a su mujer. Pero Jesús no está satisfecho con esta situación en la que la mujer está evidentemente en desventaja. Es así que, nombrando al legislador por excelencia, Moisés, Jesús apunta al originario proyecto de Dios, expresado en el libro del Génesis: al principio Dios creó al hombre y a la mujer para que fueran el uno para el otro. Los dos se unirán y ya dejarán de ser dos, para ser así una sola carne, una unidad existencial, fruto y expresión del amor de Dios, que es Aquel que siempre se dona. El hombre, entonces, no puede repudiar a su mujer aunque así lo haya decidido y pese a que el mismo Moisés lo permita.
Los discípulos (y con toda seguridad también el mismo fariseo) se tuvieron que quedar sin palabras, porque no podían entender la afirmación del maestro. Acababa de decir que la palabra de Moisés no valía. Es por eso que en casa, vuelven al ataque, para que Jesús les explique bien que había querido decir. Él les dijo: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.» Ahora me pregunto: ¿Cómo pudo decir Jesús que una mujer que se divorcia del marido y se vuelve a casar comete adulterio? ¡No existía en su época esta posibilidad! Es más probable que esta frase sea un añadido posterior que sirvió para completar la afirmación precedente sobre el divorcio de parte del hombre.
En este sentido, se hace evidente el ataque de Jesús hacia una forma de vivir el matrimonio que se alejaba del querer de Dios y que dejaba a la mujer a la merced de los hombres. Más que ser una sentencia sobre la indisolubilidad del matrimonio, entonces, Jesús estaba condenando el arbitrio del marido sobre la mujer. La actitud de Jesús sobre el vínculo entre hombre y mujer quería demostrar como en principio Dios había pensado esta unión como una entrega gratuita y mutua del uno hacia la otra, un donarse que ninguna ley puede regular, porque nace de las mismas entrañas del ser humano que es expresión de Dios. La presencia de una ley sobre el matrimonio, entonces, ratifica lo importante que es este vínculo para la familia y para la sociedad y lo serio que es el compromiso y la fidelidad, hasta llegar a ser indisoluble, pasando de ser dos a ser una sola carne.
Todos estamos de acuerdo en afirmar que una pareja, cuando se casa, lo hace con la intención de que sea para siempre y todos queremos que así sea. Éste es el proyecto expresado por Jesús y es el mismo proyecto de los esposos. Pero todos también sabemos como la realidad muchas veces hace difícil mantenerse en la ruta preestablecida. Es fácil perder el norte, no conseguir cuidar de este amor que existe entre los dos. A veces esto pasa casi desapercibido. Uno de los dos, o ambos, no se dan cuenta de los cambios o no tienen la valentía para encararse a ellos y a la hora de hacer una revisión, ya todo se ha derrumbado. Otras veces es nuestro corazón que es muy duro, nuestro ego muy grande para dejar el sitio al otro y la falta de madurez interior es otra de las múltiples causas del fracaso matrimonial. Y que decir del “ya no eres el mismo que antes”, que demuestra nuestra poca capacidad de evolucionar junto al otro y la pretensión de querer que el otro sea como nosotros queramos que sea.
El hecho es que, por la razón que sea, el proyecto de una pareja puede fracasar, a pesar de sus buenas intenciones. Desde luego su fracaso es nuestro fracaso, su dolor provocará dolor en las respectivas familias y para sus hijos. Sin duda es un duro golpe y habrá que ver cómo poder ayudarles para que la herida se sane y se pueda volver, transformados, a aquella unión que siempre había sido el objetivo. Toda esta preocupación la iglesia la expresa afirmando que el matrimonio es indisoluble y no es posible volverse a casar.
Ahora me pregunto: ¿las cuestiones de amor se pueden solucionar con la jurisprudencia? La ley eclesiástica es soporte y orientación, pero ella nunca puede ser medicina para estas personas heridas. Si la pareja ha intentado, dentro de sus limitaciones y pobrezas (comunes a todos), arreglar sus asuntos y al final no lo ha conseguido, ¿tiene sentido seguir juntos? ¿También si el amor se ha transformado en enemistad? Si ya no existe esta unión existencial, ¿puede una ley de indisolubilidad hacer volver el amor? Y si después de un lento y doloroso camino, vuelven a enamorarse de otra persona (¡si es que todavía tienen este deseo!), este hecho les llevaría a estar excluidos de la comunión eucarística, por vivir en una situación de pecado. ¿Es correcto negarles la comunión? ¿Es la iglesia una comunidad de justos? Ninguno lo es y no por eso no se nos permite comulgar. ¿O es mejor invitarles a que renuncien a reconstruir su vida sentimental? Me pregunto si volver a amar no viene del mismo Dios que antes se había manifestado en el amor de aquel primer proyecto, tristemente finalizado. Y ¿si volver a amar pudiera ser una nueva oportunidad para crecer y no volver a cometer los mismos errores de antes?
Sin duda, en el mundo del amor hay muchos factores que están en juego y cada pareja es única en su vivencia. Mi deseo es que no nos dejemos guiar simplemente por las leyes y que vayamos al corazón de los problemas, escuchando los dolores y comprendiendo las incapacidades que hay detrás de una ruptura. Y que la iglesia pueda ser cada vez más una comunidad inclusiva, menos atenta al derecho canónico y más orientada a la ley del amor que es la única medicina para las heridas existenciales. Si el amor, por su naturaleza, implica una dimensión de evolución, porqué no pensar que también la iglesia puede evolucionar en su pastoral hacia los divorciados y hacia los que quieren volver a casarse? Sé que el cambio será a muy largo plazo, pero tengo la firme esperanza que eso pasará, aunque yo no lo pueda ver.