El centro de la vida – XVIII Domingo B

El centro de la vida – XVIII Domingo B

En aquel tiempo, al no ver allí a Jesús ni a sus discípulos, la gente subió a las barcas y se dirigió en busca suya a Cafarnaún. 

Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?» 

Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él.»

Le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?» 

Jesús les contestó: «La obra de Dios es que creáis en aquel que él ha enviado.» 

«¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron– para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: «Dios les dio a comer pan del cielo.»» 

Jesús les contestó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo.»

Ellos le pidieron: «Señor, danos siempre ese pan.» 

Y Jesús les dijo: «Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed.» Jn 6, 24-35

El ser humano, en su esencia, es un buscador de felicidad y de plenitud. Desde que nacemos, de hecho, experimentamos que estamos falto de algo; y desde entonces vamos mirando en satisfacer nuestras necesidades físicas, psíquicas, sociales, a la espera de poder placar esta sensación que llevamos dentro. Así es: buscamos soluciones fuera de nosotros para una “carencia” que vivimos interiormente. 

Aquí es cuando empezamos a buscar la novedad, con el fin de llenar este vacío: un nuevo juguete, una nueva pareja, una casa nueva, un nuevo coche, en fin, nuevas experiencias que nos dan sensaciones placenteras pero que, a lo largo, terminan perdiendo su encanto. Así que el tiempo, por un lado, cura todos los males (o por lo menos así dicen) y por otro lado hace que todo se transforme en rutinario. Lo que parecía llenarnos se muestra ahora como un placer momentáneo y parece haber perdido aquella chispa que nos recargaba. Y vuelta a empezar, hacia otra cosa que nos pueda dar más vida.

Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Olvidamos que todo lo que tenemos y podemos alcanzar no es otra cosa que un medio para nuestro camino espiritual. De hecho, estos medios, como la casa, la comida, el coche, el trabajo, las relaciones interpersonales son todas realidades que se acaban y no consiguen satisfacer el deseo de plenitud que llevamos dentro. 

¿Existe, entonces, una comida que permanece y nos da la vida eterna? Si, y no se encuentra fuera de nosotros, sino que hay que buscarla en nuestro interior. Es aquí que podemos encontrar la fuente de la felicidad y de la paz, ese centro que Dios ha “depositado” en nosotros y que Jesús ha sido capaz de encontrar y que ha querido comunicarnos. Desde ese centro estamos en comunión con Dios, con nosotros, con los demás, con la creación.

Ese centro es lo que Jesús llama pan, vida eterna o reino de Dios. Este era el elemento fundamental de su mensaje y lo que quería hacer era guiar a sus discípulos para que ellos también hicieran la misma experiencia suya. Él no era el elemento principal de su mensaje, aunque se consideraba como instrumento para que el Padre fuera conocido como él lo conocía. 

Es por esta razón, por su íntima relación con el Padre que él podía decir: “Yo soy el pan que da vida”. Por esa profunda unión con Él podía afirmar: “El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed”. Es como decir: “Confiad en mi, creed en lo que os estoy diciendo y si queréis aprender, veréis que también vosotros dejaréis de tener hambre y sed. Os saciaréis directamente de la fuente y seréis como yo, canal para que el Padre se manifieste. Así seréis también vosotros pan que alimenta, luz que ilumina, palabra que da calor”.

Para ser ese canal, es necesario abandonar el sendero del ego, emprender el camino de la conversión y del cambio interior. Cuándo el ego muere, de hecho, es posible una verdadera unión con Dios. Ésta es, entonces, la vía de la transformación, de la muerte que lleva a la vida y a la resurrección. Es la vida nueva, la vida eterna que no está en un lejano más allá, sino que es ya presente, en el aquí y en el ahora. Porque como todo buen maestro, también Jesús no quería discípulos que siempre dependieran de él, sino personas adultas capaces de aprender de él para, más adelante, enseñar a otros la vía al Padre.

Mi deseo para todos nosotros, entonces, es de dejarnos guiar por el Espíritu, para poder escuchar esa voz interior del Padre que nos llama a volver a Él. Lejos de los ruidos externos e internos, podremos averiguar un sonido tenue y delicado, como de un viento ligero o el suave brotar de las aguas que salen de una pared rocosa y caen sobre las plantas a su alrededor para formar un pequeño manantial. Este es el centro que deseo que todos encontremos, Aquel que nos da felicidad y plenitud, la Vida que nos da la Vida, la Vida que se nos dona.

Deja una respuesta