Como ovejas sin pastor – XVI Domingo B
En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.
Él les dijo: «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco.»
Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma. Mc 6,30-34
A veces somos un poco como esta multitud de la que habla el evangelista Marcos: somos como ovejas sin pastor o, como dice el refrán español, como pollos sin cabeza. Vamos corriendo todo el día, detrás de muchas cosas; las actividades no nos faltan y a las que tenemos en nuestra agenda se les añaden otras nuevas, imprevistas, que suelen desbaratar nuestros planes y crearnos dolores de cabeza.
Decidimos subirnos al carro y sin darnos cuentas estamos metidos en una carrera frenética de la que ya no sabemos como bajar. Todo lo que tenemos y también nuestro trabajo son todos instrumentos para poder tener una vida mejor; sin embargo, sigilosamente pasan de ser medios, para crecer espiritualmente y madurar como personas, a ser fines en sí mismo.
Los medios se transforman en objetivos y ahora trabajamos para mantener un cierto estilo de vida o alcanzar uno mejor. ¿Acaso es algo negativo intentar mejorar nuestra vida, ganar más dinero, conseguir más comodidades? Desde luego que no. Intentar mejorar nuestra situación es algo natural y a veces es hasta necesario hacerlo. Pero que difícil es mantener el control y el equilibrio para que los elementos materiales de nuestra vida no tengan un peso aplastante sobre los elementos espirituales.
Pero hasta que no nos damos cuenta, no estamos despiertos, y nos dejamos arrastrar por la corriente, allí donde nos llevan las coordenadas de la vida y donde nuestros deseos, impulsos, emociones nos quieren conducir. En estos elementos creemos encontrar la felicidad, nuestro bienestar: en poseer, sentir, hacer, divertirnos, conseguir. Repito, nada de malo en todo esto. Son todos elementos que aportan sus colores y matices a la vida; sin embargo son pasajeros, fugaces, nada que nos pueda llenar por dentro.
De hecho, nada de lo que está fuera de nosotros nos puede llenar por dentro, porque lo fundamental es darnos cuenta que ya lo tenemos todo y que no necesitamos nada más. Lo que ocurre es que primero tenemos que pasar por las continuas luchas entre lo que la vida nos da y lo que nosotros queremos que ella nos entregue. Esta es una lucha extenuante, donde el protagonista es el “yo” egocéntrico, que todo lo quiere para él y que quiere que todo ocurra según sus criterios. Ésta es su receta para la felicidad, un camino abocado al fracaso.
Todos nos hemos encontrado en esta situación y a lo mejor en ello estamos todavía. Somos entonces como esa multitud que no sabe bien donde ir: lo intenta todo pero no para de chocarse contra la pared de la vida que nos quiere enseñar otros caminos, pero no: nosotros seguimos encabezonados en que nuestra receta es la correcta. Y, como dice el evangelista, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma. La Vida nos enseña cada día el sendero correcto; bien distinto es saber comprender su mensaje y hacerlo nuestro.
Sin embargo, si empezamos a poner un poco más en duda el camino que nos propone nuestro querido y “sabelotodo” yo, a lo mejor nos damos cuenta que hay otra forma de acercarnos a esta vida. A lo mejor, eso de luchar constantemente para que los acontecimientos se doblen a nuestro querer, puede que no sea tan necesario y eficiente. Y ¿si no se tratara de cambiar nosotros a la vida? Y ¿si es ella que, en realidad, nos está enviando pequeños/grandes señales para que seamos nosotros a cambiar?
De repente ya no vivimos tan dormidos, nos estamos despertando. Empezamos a ver las cosas con otros ojos. El mundo no ha cambiado, simplemente somos nosotros que ya no somos los mismos y ahora damos un valor distinto a las cosas; ha cambiado nuestra escala de valores, nuestras prioridades. No nos hemos bajado aún del carro, pero ya estamos reduciendo la velocidad. Sorprendentemente, justo ahora que habíamos dejado de querer controlar las cosas, pues ahora controlamos mejor a nosotros mismos, que es lo único que podemos hacer y tenemos el deber de hacer.
Por fin vemos las cosas con más claridad. Hemos dado un pasito más en lo que es el crecimiento interior, espiritual. Cada cual lo llame como quiera, pero sin duda es el camino correcto, el de la maduración. Nos hemos dado cuenta que el Señor estaba siempre allí, enseñándonos las cosas con calma, pero nosotros estábamos tan obstinados y no veíamos nada más que lo que queríamos ver.
Ahora volvemos más contentos. Satisfechos con nuestros progresos volvemos a Él, para contarle todo lo que hemos hecho, lo que hemos madurado, lo que hemos enseñado y aprendido. Pero no nos hemos dado cuenta que hemos querido bajar de un carro y que ahora estamos subido en otro. Pero que digo, ¡si es el mismo carro! El del yo presumido y sabelotodo que nos ha engañado otra vez y ha simplemente cambiado la apariencia de las cosas.
Pero mira, ahora nos damos cuenta: antes nos dejábamos engañar y sin enterarnos. Ahora nos sigue engañando, pero le vamos cogiendo el truco. Somos más conscientes. Antes dormíamos y ahora somos más despiertos. Es por eso que el Señor, que sigue enseñándonos con calma, ahora nos coge y nos dice: Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco. Porque es fundamental pararnos y pensar, meditar, contemplar la Vida por dentro. Es dentro de nosotros que debemos de buscar; es allí dentro que hay que descubrir las monedas divinas que Él ha sembrado en nosotros, como en la parábola de los talentos.
El Señor, como Hänsel, sigue echando trocitos de pan en nuestra vida, para que podamos aprender de cada evento, bueno o malo que nos pueda parecer. Pero toca a nosotros educarnos para crecer por dentro, liberándonos poco a poco de la pesada carga de éste yo infantil y dejarnos transformar hacia un yo más libre, maduro, benévolo, compasivo, amable, paciente, humilde.
Este camino sólo empieza mirando dentro de nosotros, descubriendo la íntima unión con Dios que todos tenemos y que nos llama a descansar en Él. Una íntima unión que nos llama también a acompañar a otros hacia el mismo camino de maduración y plenitud. Un camino que es en sí mismo la meta. ¡Qué podamos empezarlo cuanto antes!