Es suficiente cambiar de gafas – XIV Domingo B
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando. Mc 6,1-6
Las gafas que decidimos usar nos dan como resultado una realidad u otra. Sin duda nuestro prejuicios filtran la realidad y la pintan según lo que creemos. En otras palabras, creas lo que crees. Es exactamente lo que pasó a Jesús cuando fue a su pueblo a enseñar, en Nazaret. La gente de la sinagoga le conocía muy bien, le había visto crecer, sabía quién era su familia, sus padres y sus hermanos y qué trabajo hacía.
“¿A éste le conocemos de toda la vida, qué quiere enseñarnos a nosotros? Si sabemos todo de él, ¿a quién cree engañar con tantas palabrerías y con estos milagros que hace? A saber de dónde saca todas estas cosas, porque son tan raras que sólo podemos desconfiar de él .” Esto parece haber pensado la gente de su pueblo, a ver y a escuchar a Jesús, el hijo de María.
Qué mala gente, podríamos pensar nosotros; no habían entendido nada de Jesús. Pero es exactamente lo que pasa también a nosotros en el día a día y con respecto a Jesús (o a la Vida). Cuantas veces creemos conocer a las personas porque ya nos hemos hecho una idea de ellos. Esta idea es fija, inamovible y desde este filtro juzgamos todo lo que ella dice y hace, como si viviéramos en un universo inmutable, donde unas leyes eternas nos guían y rigen nuestras conductas.
Lo mismo pasa con nuestra Vida. Llevamos 30, 40, 50, 60 años viviendo y ya conocemos como van las cosas. Creemos tener en nuestras manos la suficiente sabiduría para navegar en este mundo y a veces no nos damos cuenta de las jaulas mentales que construimos y en las que caemos y que nos atrapan. Pensamos que ya nada nos puede sorprender, porque ya conocemos como van las cosas, las personas y nosotros mismos.
Muchos caen también en la monotonía: nuestros conocimientos de la realidad, nuestros prejuicios, determinan nuestra manera de relacionarnos con las personas y con el mundo. Si solamente estos pudiesen cambiar, nuestra vida sería mucho mejor, más alegre y amena, piensan algunos. Sin embargo, no nos damos cuenta de que no es la realidad que necesita cambiar, sino es fundamentalmente nuestra manera de ver las cosas la que necesita renovarse.
Es como si tuviésemos una programación que nos guía sobre unos carriles desde los que no queremos salir, porque nos dan seguridad y tranquilidad. Desde allí vemos las cosas, las medimos según nuestros criterios y damos nuestro juicio, sin darnos cuenta que es sólo nuestro modo de ver la realidad. Es una mirada limitada y es sólo una de las posibles miradas que podemos tener. Si nos esforzáramos en cambiar esta mirada, la realidad cambiaría con ella y cogería otros matices, dando así otro sentido a nuestra existencia.
El evangelista Marcos dice que Jesús no podía obrar milagros en su pueblo por falta de fe. No dice que no podía obrar milagros, sino que por su falta de fe Jesús no podía cumplir cosas maravillosas. Eso es lo que nos pasa a muchos de nosotros. En nuestra vida hay muchos milagros que ocurren todos los días pero no somos capaces de verlos, no hemos entrenados nuestros ojos, nuestra mente para detectarlos. Esto hace que se vayan sin dejar rastro en nuestra persona, como si nunca hubieran existido. Pero no es la realidad exterior la causa de todo esto, sino nuestro mundo interior que no percibe, que filtra a su manera, que no permite que la Vida obre cosas preciosas en el día a día de nuestra existencia.
La reacción de la gente a las palabras de Jesús es fruto del miedo. Jesús y sus orígenes no tienen nada que ver con el rechazo de la gente; simplemente el problema reside en que lo que Jesús dice toca los puntos descubiertos y frágiles de los oyentes y éstos no están dispuestos a cambiar. La reacción normal es la de atacar al mensajero para desacreditarlo y sentirse a salvo, detrás de las excusas.
Es lo mismo que nos pasa a nosotros. Nos resistimos al cambio, a modificar nuestras actitudes, porque el problema siempre está fuera de nosotros, en los demás, en las circunstancias o en la casualidad. La Vida (Dios) nos habla a través de todo lo que nos pasa (personas, eventos), para enseñarnos y lo que solemos hacer es perder la ocasión maravillosa de aprender, porque las cosas no han ido como teníamos previsto que fueran. Y no pudo hacer allí ningún milagro.
Solo algunos acogieron a Jesús y su palabra, porque estaban dispuestos a poner de lado sus prejuicios y sus esquemas para abrirse a lo nuevo, a lo desconocido y confiar, tener fe. Los demás no estaban listos, perdidos detrás de la desconfianza, defendiendo lo que siempre se había hecho y dicho frente a lo nuevo, visto como peligroso y dañino.
El Espíritu, sin embargo, siempre hace nuevas todas las cosas, si sólo le dejamos actuar y no nos oponemos. Es necesario, entonces, que entendamos que son las gafas que nos ponemos las que condicionan nuestra forma de ver e interpretar la realidad. No es ésta la que tiene que cambiar, sino son nuestras gafas que a lo mejor ya no son las más adecuadas para las nuevas circunstancias. Cambiar nuestro mundo interior es lo único que necesitamos para que lo que nos rodea cambie también. Porque como decía Aristóteles, no podemos cambiar el viento, pero podemos ajustar las velas.
Feliz semana.