Calmos en la tempestad – XII Domingo B
Que decir de las similitudes entre éstas dos lecturas de este domingo: en el salmo se cuenta de unos navegantes que de repente se encuentran en medio de una gran borrasca; pero piden auxilio a Dios y Él apacigua la tormenta y les lleva a destino, a salvo. Algo muy parecido nos cuenta el evangelista Marcos que presenta a Jesús y a sus discípulos cruzando el mar de Galilea. De repente se levanta un fuerte viento y la barca está a punto de hundirse. Los discípulos no invocan a Dios, sino que piden ayuda a Jesús que descansaba tranquilamente. Él se despierta y calma la tempestad, para luego regañar a sus discípulos que todavía no confían.
Es clara la intención del evangelista: Jesús tiene el poder y la autoridad de Dios mismo. Marcos conocía el salmo 106, como la primera comunidad de cristianos, constituida toda por judíos. ¿Quién tiene poder sobre las fuerzas de la naturaleza? Desde luego sólo Dios; por eso en el salmo los tripulantes piden ayuda a Él. Es evidente, entonces, como en el evangelio ocurre una sustitución de Dios por Jesús. Ahora es él que actúa en lugar y con el poder de Dios, siendo la cara visible del Padre invisible.
Me parece importante subrayar dos elementos del relato: el tiempo y el lugar. Todo empieza al atardecer: el día está acabando, la luz que da fuerza y visibilidad está desapareciendo y deja paso a la noche, donde se hace presente el cansancio, las fuerzas empiezan a faltar y es fácil perderse, porque ya no se ven los puntos de referencia. A todo esto hay que añadirle el lugar. Los discípulos están en el agua y aunque muchos de ellos son pescadores, el lago puede ser traicionero, sea cual sea la experiencia que se tenga y por eso no se puede bajar la guardia. De hecho, el mar es el lugar de criaturas monstruosas, así es desde los comienzos de la humanidad hasta hoy en día con nuestros hijos pequeños, cuando se dejan llevar por su imaginación. El mar, además, no es el lugar propio de los seres humanos, que han aprendido a surcarlo, pero que no representa su hábitat natural. Es, entonces, el lugar de la prueba, de la purificación, del enfrentarse a sus miedos.
Investigando la Biblia, entendemos mejor nuestras vidas: el Señor llama a Abraham a salir de su tierra, a dejar su seguridad para lanzarse hacia lo desconocido. Ahora, lo mismo hace Jesús con sus discípulos: «Vamos a la otra orilla.» “Dejemos el puerto seguro y naveguemos hacia una nueva aventura”, parece decirles Jesús. Exactamente lo mismo pasa en nuestra vida: de repente, cuando parece que ya lo tenemos todo controlado y organizado, todo de repente parece torcerse o simplemente cambiar. La luz que antes brillaba y nos daba seguridad, ahora ha desaparecido. Sólo percibimos un fuerte viento que no nos favorece y las olas de los eventos que nos sacude de un sitio a otro, como si fuéramos incapaces de hacer frente a todo esto y a la merced de fuerzas misteriosas que nos hacer perder el control. Es la noche del alma.
Ahora nos sentimos desnudos, desprotegidos, desvalidos. Ya no contamos con nuestras capacidades, ya parece que la “suerte” no nos sonríe. Ahora somos como Job, que lo ha perdido todo y grita a Dios porque no entiende nada, o como Jesús en el huerto de los Olivos, sudando sangre porque todo parece abocado al fracaso. Y los discípulos en el barco piensan lo mismo y no entienden porque Jesús no hace nada y no les salva, en lugar de dormir.
Hoy, entonces, este pasaje del evangelio nos recuerda dos cosas: la primera es que en el barco, que es nuestra vida, no estamos solos. Jesús está presente, aunque silencioso, aunque no se ve porque a popa, él está allí, dentro, con nosotros.
El segundo elemento es la frase de Jesús: Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Por qué teméis, por qué tenéis tanto miedo; no habéis todavía entendido que el Padre os ama tanto como me ama a mí y Él siempre cuida de vosotros, aunque a veces parezca todo lo contrario. Aunque llegue la enfermedad, la muerte, el dolor, la confusión, la desilusión, la traición, el paro, la noche del alma, tú no tengas miedo, mantente firme en la certeza que el Amor te envuelve.
Claro está que no queremos justificar el mal y hacerlo pasar por algo que Dios quiere para nuestro bien. El mal sigue siendo mal y hasta donde llegan nuestras capacidades, estamos llamados a enfrentarlo. Pero aclarado esto, el problema no es tanto el tema del mal, sino la manera que tenemos de vivirlo. Podemos dejarnos hundir por él, aplastados por la incomprensión y la rabia, como si todo el universo maquinara en nuestra contra. La alternativa es pensar que el universo máquina en nuestro favor y que todo, también lo malo, podemos transformarlo en bien, para nosotros y los demás.
¿Qué me quiere decir, entonces, hoy el evangelio? A lo mejor me está invitando a no pedir a Dios o a la vida que cambie el rumbo de los eventos, sino a preguntarme qué me está pidiendo Dios a mi para que sea yo que cambie y esté al altura de la situación, en un abandono confiado en Él, descansando como Jesús en la seguridad de que todo lo que me ocurre puedo usarlo para ser más fuerte, más humano, más humilde, más cuidadoso con los demás.
Si llego a esta conciencia, hasta la borrasca más dura se transforma en suave brisa y las olas que daban miedo, ahora enmudecen, porque ya sé que todo lo que ocurre es perfecto para mi; que duele, que pesa, pero que es lo mejor para mi. El viento cesará, vendrá una gran calma y me alegraré de aquella bonanza, porque Dios me conduce al ansiado puerto.
Esto es lo que deseo que alcancemos cada uno de nosotros. Calmos en la tempestad.