¿Seguimos a la Vida o a un fantasma? – 3º Domingo de Pascua B

¿Seguimos a la Vida o a un fantasma? – 3º Domingo de Pascua B

En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. 

Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.»

Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. 

Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»

Dicho esto, les mostró las manos y los pies. 

Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?»

Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. 

Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»

Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. 

Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.» Lc 24,35-48

Cuando la vida y el amor se muestran en su plenitud en una persona, como pasó con Jesús de Nazaret, entonces, estos se hacen eternos, alcanzando la esfera divina. Lo que pasa es que muchas veces nuestra manera de entender esta vida y este amor son bien distintos de lo que nos muestra el Resucitado, así que vamos a verlo.

Quién no está de acuerdo con la afirmación de que es fundamental amar y ser amados. De hecho, una existencia sin amor es triste, estéril, desgraciada. Claro está, sin embargo, que tampoco es necesario amar a todos; lo importante es amar a quien te ama y a quiénes valoramos como piezas claves en nuestra vidas. Los demás, al fin y al cabo son desconocidos, no importan, más todavía cuándo se muestran como enemigos nuestros. A estos, ¡ni agua!

Y ¿la vida? Que suerte tenemos de poder estar aquí. De hecho, por lo que sabemos, sólo tenemos una posibilidad de estar sobre este planeta Tierra y hay que aprovecharla. Así que, la vida hay que vivirla y disfrutarla, alcanzando los objetivos que nos hemos propuesto: casa, salud, amor, familia, dinero, seguridad y un largo etcétera. Obviamente para hacer todo esto, hay que defender lo mío: mis decisiones, mi familia, mi grupo, mis derechos. Porque las oportunidades son pocas y no puede ser que los demás me quiten los mejores sitios. Si lo pensamos bien, el otro puede restarme parte de la felicidad que quiero alcanzar, puede ser un obstáculo para que yo me afirme, hasta una peligrosa competencia que es mejor neutralizar.

Esta manera de pensar la vida y el amor no es sólo de nuestra época, sino es algo que tenemos en común con los mismos discípulos de Jesús. Ellos, por fin, habían descubierto en Jesús no sólo su maestro, sino aquel que iba a devolver la libertad a Israel, derrotando al imperio, aplastando a los enemigos de Dios y mostrando su gloria y potencia, porque su tribu, su grupo era Israel y éste había que defenderlo de lo que fuera a toda costa.

El maestro, sin embargo, se había revelado una gran decepción. Ninguna revolución entrando en Jerusalén, ninguna pretensión de proclamarse Rey de Israel. Y luego ese gesto absurdo de lavar los pies a los discípulos. ¿Acaso puede un futuro Rey humillarse tanto y pedir también a nosotros que, si queremos gobernar, tenemos que ponernos a servir?

Es evidente, entonces, que a la hora de la verdad, nadie quería defender a un maestro que, aunque amado, estaba abocado al fracaso, porque sólo puede ganar quién se muestra más fuerte; y armas, fuerza y dominio no eran justo las palabras más utilizadas por el maestro de Galilea.

Es por eso que la muerte de Jesús no podía más que ser el inevitable final de un visionario que no había entendido como funciona el mundo. Imagina si lo que había anunciado antes de morir, lo de resucitar, se hubiera hecho realidad. Habría sido un desastre. Habría significado  que los discípulos estaban equivocados y que todo eso de servir, de hacerse los últimos, de perdonar, de amar incondicionalmente, de donarse, pues que todo esto era verdad y que eso era la vida auténtica. ¡Por favor!

Es por eso que cuando Jesús se muestra en medio de sus discípulos, ellos tienen miedo, no se lo creen, están asustados. Porque lo que habían visto hasta ahora era un fantasma: no habían entendido lo que les había dicho su maestro y se habían hecho una imagen distorsionada de él. Ahora sienten una mezcla de alegría, porque quieren a su maestro, y al mismo tiempo no saben que pensar. Su plan era perdedor pero aquí está él y ¡es imposible!

Jesús vuelve a la carga para mostrar la fuerza de su mensaje: ¿no os había dicho que el Mesías debía padecer? Y les enseña las manos y los pies. Porque no hay Pascua si queremos saltarnos la crucifixión. Y la crucifixión empieza por poner en entredicho nuestra forma de entender el amor y la vida, nuestra forma de entender las relaciones y nuestro gran YO. 

La resurrección, la verdadera vida y amor se alcanzan empezando por un largo trabajo interior, en el que vaciamos nuestro yo de tantas historias que nos hemos ido contando a lo largo de nuestra vida y que no hacen mas que construir obstáculos que nos separan de los demás, simplemente fantasmas. 

Jesús mismo se manifiesta ante aquellos mismos discípulos que lo han abandonado, renegado, traicionado. Lejos de todo rencor, no ha decidido mostrarse a otros, pero sí a los que lo seguían porque, a pesar de todo, su amor es un amor sin condiciones, sin pretensiones y sin reproches.

No pretende nada de nosotros pero nos propone ser como ese pez asado, vida que no se encierra en sí misma y se agarra con el miedo a desperdiciarse. Jesús es ese pez asado, porque es vida que se entrega, semilla de trigo que se resquebraja para hacerse pan que alimenta, uva que aplastada se transforma en vino que aplaca la sed.

Una vida y un amor así nos enseñan a un Dios que va más allá de nuestras expectativas y eso nos da miedo.

No luchemos contra la vida y las personas, sino aprovechemos su fuerza y sus dinámicas, dispuestos a perder nuestro orgullo, para vivir sin miedo y amar sin cálculo.

Por eso deseo para todos nosotros que podamos poco a poco adquirir una forma distinta de ver las cosas. Que el “yo y los otros” se transforme en “nosotros”. Que los sufrimientos que nos depara la vida se transformen en un bálsamo que nos hace crecer y encontrar esa paz que está allí, dentro de ellos, a pesar de las tormentas. 

Deja una respuesta