Morir para vivir – 5º Domingo de Cuaresma B
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir. (Jn 12,20-33)
Desde el comienzo de su historia, la comunidad cristiana ha visto en la cruz del Señor la clave desde la que entender todo el mensaje y la misión de su maestro. De aquí que se empezó a difundir la idea que ser cristiano significaba morir como Cristo, el discípulo tenía que seguir a su maestro hasta el final. Alguno llegaban hasta el punto de buscar el martirio, visto como la expresión máxima de fidelidad a Jesús. Quién quería estar con él en su reino, podía estar seguro de alcanzarlo si sufría como él y moría por él.
Si nos paramos a analizar la vida de Jesús, sin embargo, veremos otros elementos que nos permitirán tener otro enfoque. Evidentemente, durante su vida pública Jesús entendía su misión como la de un médico que había venido para buscar y sanar al enfermo: “Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios” (Mc 1,34).
Ciegos, cojos, mudos, endemoniados, paralíticos, leprosos, pecadores públicos, pobres, prostitutas; Jesús andaba en busca de esta gente, porque todo lo que era un sufrimiento físico o moral/social, él quería erradicarlo. En todo su ministerio público, entonces, Jesús nunca elevó a positivo el mal y el sufrimiento de las personas, sino siempre se mostraba dispuesto a buscar una solución para acabar con ello.
No solamente Jesús se oponía a cualquier sufrimiento, sino tampoco lo quería para sí, como nos cuenta Marcos en los que fueron sus últimas horas, antes de ser capturado:“Y decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Jesús no quiere el sufrimiento, no lo busca, pero tampoco huye de él.
En este sentido hay que leer las imágenes que el evangelista Juan pone en boca a Jesús: el grano de trigo debe morir para dar fruto, sino se queda infecundo o el que se ama a sí mismo se pierde y sólo quien se aborrece tendrá la vida eterna. Estos conceptos, mal interpretados, nos estarían diciendo que es bueno menospreciarse, no amarse, desear morir, negar la vida, en vista de una futura. Pero, como hemos visto antes, Jesús nos transmite todo lo contrario; además nos recuerda que sólo quien se ama a sí mismo puede amar a los demás.
¿Qué significan, entonces, las imágenes anteriores? Jesús ya sabe que está llegando su hora, que ha ido muy lejos y hay quién quiere quitarle del medio, pero también se da cuenta que es necesario que esto pase, porque sólo cuando somos capaces de hacer de nuestra vida un don, sólo entonces ésta adquiere una dimensión nueva y es capaz de hacerse eterna y vencer la muerte.
Sólo entregándose, la vida se transforma, como la semilla que, de pequeña, se hace inmensa porque no se ha mantenido al margen, a salvo, en la despensa para que no le pase nada. En realidad esta semilla terminará para pudrirse y perder su potencial si no se da enteramente. Cuando quiero mantener mi vida a toda costa y me agarro a ella por miedo a perderla, en realidad ya la estoy perdiendo.
Aquí Jesús nos revela que es libre aquel que consigue vencer el miedo: el miedo al cambio, a decir no cuando es no o sí cuando así tiene que ser, a amar y dejarse amar, perdonar y reconciliarse, al rechazo, a la idea de no poder controlar las cosas y, porque no, a la muerte.
Sólo si conseguimos elevar nuestro entendimiento, nuestra voluntad y todo nuestro ser para poder ver los elementos de nuestra vida no como piezas sueltas sin sentido, sino como partes fundamentales de un puzzle, entonces empezaremos a entrever una imagen, la nuestra en continuo devenir, la de Dios reflejada en nosotros, una imagen que siempre ha existido porque eterna en Dios y que, si es llevada a plenitud, en esta entrega desinteresada y cuidadosa del otro, no puede terminar con la muerte, porque se hace superior a ella, más fuerte que ella porque hecha divina.
Para esta quinta semana de Cuaresma, ya cercanos al tiempo de Pascua, deseo para todos nosotros que podamos conseguir la capacidad de ver los elementos que componen nuestra vida con una visión de conjunto, en la segura confianza que todo lo que nos pasa podemos transformarlo en algo que nos hace más fuerte y mejores personas.
Que podamos entender cuán importante es saber soltar, dejar ir las cosas, las personas, las ideas y los proyectos, para finalmente poder entrar en comunión con la corriente de la vida. Porque un gusano, si lucha contra los cambios, nunca podrá transformarse en mariposa. Muriendo así, daremos mucho fruto.