De tal palo, tal astilla – Bautismo del Señor
En aquel tiempo, proclamaba Juan: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma.
Se oyó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto. Mc 1, 7-11
¿En que momento y como la comunidad cristiana fue descubriendo la singular relación de Jesús con el Padre? Si analizamos los cuatro evangelios nos damos cuenta de cómo va progresando esta comprensión entre los seguidores de Jesús.
El primero de los cuatro evangelios es el de San Marcos. Él no nos cuenta nada de la infancia de Jesús y nos lo presenta ya adulto, en la famosa escena del bautismo. Aquí se nos muestra a Jesús como el hijo predilecto del Padre cuando, en el Jordán, Juan Bautista le sumerge en las aguas del rio y, al salir de ellas, Dios entra en él a través de su Espíritu. En resumidas cuentas, el Jesús de Marcos es hijo de Dios a partir del bautismo.
En Mateo y Lucas, sin embargo, Jesús es hijo de Dios ya desde su concepción. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35), le dice el ángel a María; en ambos evangelios es siempre la acción del Espíritu que tiene el papel de protagonista, para que el niño que va a nacer sea el Emmanuel, que significa “Dios con nosotros” (Mt 1,23).
Dicho de otra forma, sí con Marcos afirmamos que Jesús es hijo de Dios a partir del bautismo, entonces surge por lógica la duda: ¿es posible que Jesús no fuera hijo de Dios antes de este evento? Las comunidades de Mateo y Lucas no pueden afirmar un cambio tan grande en Jesús y es por eso que anuncian que él es hijo de Dios desde el seno de María.
El evangelio de Juan es el más tardío, el último en escribirse. Aquí se ve como la reflexión sobre la persona de Jesús se ha desarrollado ulteriormente, puesto que ahora el maestro de Galilea es identificado con la misma Palabra de Dios, artífice de la creación: “Y la Palabra se hizo carne y puso su mirada entre nosotros” (Jn 1,14). Para Juan, Jesús es el rostro del Padre, hasta poder decir: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30). El Jesús que Juan nos muestra está a la derecha del Padre no simplemente porque ha resucitado, sino porque siempre ha estado con Él.
Después de este rápido análisis de los cuatro evangelios, entonces, se ve claramente como va creciendo la comprensión que los discípulos van adquiriendo de su maestro. Pero, a pesar de estas diferencias, una cosa es evidente para los evangelistas: Jesús es hijo de Dios.
Es necesario ahora entender qué significa esta expresión. Desde luego no podemos entenderla en el plano biológico. Dios es espíritu y no engendra hijos como nos contaban los antiguos griegos de Zeus que, tomando semblante humano, se unía a distintas mujeres y el fruto de estas relaciones eran unos semidioses. Es verdad que Mateo y Lucas nos cuentan algo parecido (Jesús es hijo de María y de la acción del Espíritu, sin padre humano), pero no hay que tomar estos pasajes a la letra, sino que son formas de expresar el misterio y lo inenarrable con categorías lingüísticas y narrativas de hace dos mil años.
Para los judíos (y Jesús era uno de ellos) la expresión “ser hijo de” se usaba para indicar semejanza, parecido con el padre. El parecido no se entendía en sentido físico, sino más bien en la forma de actuar, pensar, hablar. Es lo mismo, hoy en día, cuando usamos la expresión “de tal palo, tal astilla”, para decir que dos personas son como iguales entre ellas porque actúan, se mueven, hablan o gesticulan de forma idéntica.
El evangelista Marcos, entonces, con la escena del bautismo de Jesús quiere comunicar esta realidad sobre Jesús: en él esta la plenitud del Espíritu, él es el ungido, el Cristo, el verdadero hijo que el Padre ama. ¿Qué significa esto? Significa que también nosotros, ya hijos suyos, somos el centro del atención, cariño y cuidado del Padre, justo como pasó con Jesús. Porque en Dios no existen hijos de primera y de secunda clase, sino que nos ama a todos como si fuéramos los únicos.
El cambio, de hecho, no está en Dios, sino en nosotros; porque somos nosotros que hacemos diferencias en su amor y afirmamos que si haces y dices así, pues Dios te premia o sino te castiga, te quiere más o menos, según como vivas. En realidad lo que hacemos, decimos o como vivimos nos lleva a madurar y ser más humanos, a imagen del Padre, justo como Jesús; mientras que lo opuesto nos degrada, nos deshumaniza, alejándonos de Dios, nosotros de Él, pero nunca de su amor.
Descubrir este infinito amor del Padre hacia nosotros significa descubrir que nuestro verdadero ser es una sola cosa con Él y que nada puede romper este vinculo si no somos nosotros que lo permitimos. Entonces la fiesta del Bautismo de Jesús es también la fiesta de la filiación nuestra con el Padre; Él ya nos ha dado todo para ser sus hijos predilectos, y lo somos. Toca a nosotros pero reconocer nuestros miedos, orgullos, ambiciones, falsos yo, todo aquello que nos hace ir por la vida con el freno de mano echado. Esto nos permitirá liberarnos del poder que tiene todo aquello sobre nosotros, para salir del agua como Jesús y parecernos cada día más al Padre. Para ser, como Jesús, hijos de Dios, de tal palo, tal astilla.
Deseo para todos nosotros que podamos entrar en estas aguas oscuras, mirarnos dentro, aceptarnos, querernos tal como somos, para salir nuevos y más queridos, hacia la luz.