Juan Bautista, Jesús y el pecado – II Domingo de Adviento

Juan Bautista, Jesús y el pecado – II Domingo de Adviento

Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.»» 

Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. 

Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»

En tiempo de Jesús, había muchos grupos que practicaban el bautismo y anunciaban una inminente llegada de Dios. Nadie sabía cómo eso iba a pasar, pero se respiraba un cierto aire de espera. El Dios de Israel estaba preparando algo que iba a ocurrir ya y había que estar listo, para que no pillara desprevenido a nadie.

El evangelista nos cuenta que ese proyecto de Dios a punto de manifestarse necesitaba de una preparación: el camino tenía que ser allanado para que se cumpliera su designio.

El Bautista había entendido que su misión era justo la de preparar el sendero al Señor que llegaba y eso implicaba anunciar a todo el pueblo la necesidad de conversión. Había que cambiar de actitud, volver a redescubrir la cercanía de un Dios que nunca había abandonado a su pueblo y que ahora llegaría a pedir cuentas.

En el imaginario colectivo, Dios iba a llegar con potencia y gloria y para hacer justicia entre justos e impíos. Aunque el evangelista Marcos no lo describe, sí que lo hace Mateo: «Ya está el hacha puesta en la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3,10).

El juicio, entonces, era inminente y ¿quién podía salvarse? Sólo los que se bautizaban por Juan en el Jordán, afirma el Bautista, y confesaban sus pecados podían esperar, a lo mejor, la salvación, siempre que se produjera un verdadero cambio interior.

Dios, entonces, iba a manifestarse a los hombres, pero en su manifestación iba a desplegar toda su ira sobre los que no se hubieran convertido a Él.

El pecado iba a traer la ira de Dios que se abatiría sobre todo ser humano que no daba fruto. Sólo confesando los pecados, convirtiéndose y dejándose bautizar por Juan, sólo esto podía dar la posibilidad de esquivar la ira divina.

Todo lo dicho antes podría parecer algo ya pasado de moda, una idea muy antigua que ya no tiene nada que ver con nosotros. Pues algunos todavía actúan como el Bautista, pregonando un Dios iracundo y un juicio inminente.

El Bautista anuncia a alguien más fuerte que él, que vendría después de él y que la comunidad cristiana ha identificado con Jesucristo. Aunque si nos paramos brevemente en la figura del Nazareno, enseguida vemos como su visión es muy distinta de la de Juan Bautista.

Este último se sorprende tanto por el mensaje y la forma de actuar de Jesús que hasta les envía a algunos discípulos suyos, como relata Lucas: «Juan el Bautista nos ha enviado a decirte: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Lc 7,20).

Y es que Juan esperaba a un mesías muy distinto a Jesús. Un mesías que iba a separar los buenos de los malos y restablecer con fuerza la gloria y el proyecto de Dios.

Sin embargo Jesús no parecía tan interesado en el pecado como Juan. Su interés, más bien, se centraba en los marginados de su sociedad, con el fin de aliviar sus sufrimientos y devolverles la dignidad. A diferencia de Juan, Jesús predicaba un reino de Dios que ya había llegado, abierto para todos, sin distinciones de pureza ritual, de situación social y donde el perdón estaba extendido a todos.

Si en Juan la conversión era necesaria para el perdón de los pecados, Jesús cambia totalmente el punto de vista, afirmando que ya Dios ha perdonado a todos.

Es el saberse amado de forma gratuita que mueve al ser humano hacia quien te quiere y Jesús, sabiendo esto, mostraba no un Dios de la ira, sino un Dios del amor y de la misericordia.

Esta es la buena nueva: a Dios le interesa el hombre y su bienestar. Esta buena nueva es evidente en los gestos de Jesús, siempre rodeado de pecadores y enfermos, de la chusma que la sociedad rechazaba y que sin embargo está en el centro del foco de interés de Dios.

Creo que es necesario volver a descubrir el auténtico rostro de Dios, que está realmente interesado en nuestra felicidad, que sufre con nosotros si las cosas nos van mal, si caemos o si nos equivocamos. Dios que realmente goza con nosotros si acertamos, si crecemos, si amamos.

Es fundamental sentirnos amados por este Padre, al que nada le importa una observancia religiosa vacía de amor hacia los hermanos que tenemos al lado.

Preparemos también nosotros el camino al Señor, sabiendo que el modelo a seguir es aquel carpintero de Galilea que decidió dejar su tierra y su familia para ir en busca de los que nadie buscaba, convencido que hacer felices a los demás es el objetivo primero que Dios quiere de nosotros.

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