¿Poder sobre o poder para? – XXIX Domingo T. O. Año B
El poder de los dioses antiguos y el otro poder de Jesús
Imagino que debió de haber sido sorprendente y clamoroso el anuncio del evangelio en las primeras décadas tras la muerte de Jesús, en el contexto grecorromano. Allí, los dioses eran famosos por sus caprichos, por su capacidad de castigar y por su poderío, más aún comparado con la debilidad de los hombres.
Sin embargo, los cristianos proclamaban a Jesús crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles (1 Cor 1,23), porque predicaban a un hombre al que llamaban Señor y que había muerto en la cruz como un condenado, un malhechor, un fracasado, débil e impotente.
Imagino que este Jesús crucificado debía parecer algo muy extraño, porque si alguien desea creer en un Dios, buscará uno que le ofrezca seguridad, uno fuerte, omnipotente, capaz de darle lo que pide. Y este Jesús ni siquiera fue capaz de salvar su propia vida, a pesar de orar a su Dios.
Pablo y el poder de la debilidad
El apóstol Pablo es, de hecho, un maestro en mostrar lo aparentemente absurdo del actuar de Dios. Él no actúa con grandeza, fuerza o imponiendo su poder, sino revelándose como débil, necesitado, último, para mostrar cómo las categorías del pensamiento común quedan desbaratadas y se ponen patas arriba, reconstruyéndose sobre Cristo.
Así escribe: “Basta, hermanos, con que os fijéis en cómo se ha realizado vuestra elección: no abundan entre vosotros los que el mundo considera sabios, poderosos o aristócratas. Al contrario, Dios ha escogido lo que el mundo tiene por necio para ridiculizar a los que se creen sabios; ha escogido lo que el mundo considera débil para ridiculizar a los que se creen fuertes; ha escogido lo que para el mundo es insignificante, despreciable, lo que no cuenta, para anular a quienes piensan que son algo” (1 Cor 1,26-28).
Humildad y servicio, expresión del verdadero poder
La humildad y el servicio deben ser, entonces, el sello distintivo del cristiano y de la comunidad, la Iglesia. Sin embargo, cuando empezamos a buscar honores y fama, cuando deseamos que los reflectores apunten hacia nosotros, es señal de que estamos yendo por el camino equivocado.
Nos lo recuerda claramente Marcos, en el evangelio de este domingo, relatando cómo Juan y Santiago querían ocupar los lugares a la derecha y a la izquierda de su maestro, secundando la lógica común que nos impulsa a buscar sitios de prestigio y roles de poder.
Sin embargo, Jesús no deja lugar a malentendidos: “Los jefes de las naciones dominan sobre sus súbditos y los oprimen, pero entre vosotros no debe ser así; el más grande es aquel que se hace pequeño, esclavo y servidor de todos, como el Hijo del hombre, que no ha venido para ser servido, sino para servir”.
¿Cómo vivimos el poder en la Iglesia?
Como cristianos, tanto a nivel individual como comunitario, este evangelio nos invita a preguntarnos: ¿cómo vivo la autoridad que me ha sido confiada? ¿La ejerzo imponiéndola o estoy transformando mi actitud y mentalidad, abriéndome al diálogo con los demás y estableciendo dinámicas sinodales? ¿Uso este poder para dominar y controlar o como una oportunidad para hacer florecer lo mejor en el otro?
Ahora tenemos una gran oportunidad que no podemos desaprovechar para ser signos de conversión y un testimonio profético en el mundo. El papa Francisco lo subrayó hace unos días al nombrar a los nuevos cardenales, con esta invitación: “Rezo por ti para que el título de ‘servidor’ —diácono— opaque cada vez más al de ‘eminencia’”.
En este y otros asuntos, está en juego la credibilidad de la Iglesia como comunidad de creyentes y seguidores de Cristo. Podemos contribuir mostrando lo positivo que es trabajar desde la libertad interior, que nos hace más humanos, más humildes y más disponibles para los demás.
Algo desde donde empezar a cambiar
Lo más fácil sería comenzar por lo exterior, como eliminar títulos como “eminencia” o “reverendísimo”, o simplificar la vestimenta litúrgica, cargada de objetos que, si bien fueron válidos en otros tiempos, ahora resultan obsoletos, curiosos y, a veces, contraproducentes.
Lo más difícil y significativo es el trabajo interior, personal y colectivo, que incluye dinámicas de corresponsabilidad dentro de la comunidad, de diálogo y escucha mutua, dejando atrás el esquema en el que el cura es el único que decide y tiene autoridad sobre la comunidad. En su lugar, se abraza un nuevo paradigma, en el que la comunidad, junto con el presbitero que la preside, reflexiona, se interroga, ora y decide cómo actuar para edificar el reino de Dios, en la medida que le corresponde.
Conclusión
Vivimos tiempos nuevos, y con ellos vienen retos que requieren creatividad y ganas de involucrarse. En mi opinión, ha llegado el momento de renovar nuestra adhesión al Señor desde la opción de la humildad y la gratuidad; esto nos permitirá discernir hasta qué punto, en nuestra forma de ver, hablar, pensar y actuar, estamos buscando destacar, que prevalezca nuestro ego y deseo de imponernos, o si realmente estamos trabajando para construir una comunidad más acogedora, cercana a los necesitados y convencida de que anunciar a Cristo significa estar al lado del ser humano para ayudarlo a levantarse y liberarse.