El joven rico y el arte del desapego – XXVIII Domingo T.O. Año B

El joven rico y el arte del desapego – XXVIII Domingo T.O. Año B

De Adán al joven rico

La semana pasada reflexionamos sobre Adán en el jardín del Edén. Él lo tenía todo a su disposición, tanto que podría decirse que no le faltaba nada y, sin embargo, no estaba satisfecho. La soledad no está hecha para el ser humano, que, en cuanto imagen de Dios, se comprende a sí mismo cuando se relaciona con los demás, y en esa relación encuentra elementos de sentido y plenitud.

En las lecturas de este domingo encontramos otro personaje, el que Marcos nos presenta en su Evangelio: un joven rico. Tiene algo en común con Adán, ya que, al igual que Adán no es un nombre propio, sino genérico para referirse al ser humano, tampoco conocemos el nombre de este nuevo protagonista; solo sabemos que es joven y que es rico, como Adán.

El joven rico, al igual que Adán, es un hombre inquieto. Lo tiene todo, pero no se siente satisfecho. Marcos nos cuenta que, al ver a Jesús de lejos, va corriendo hacia él, se arrodilla y le pregunta qué debe hacer para alcanzar la vida eterna. Podríamos decir, en otras palabras, que este joven rico está buscando lo que llamamos “salvación”, el camino que lo llevaría a estar con Dios, como justo, a salvo.

En busca de la salvación

Pero, ¿dónde buscar la salvación? Tal vez se encuentra en cumplir los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre. Si fuera así, entonces, la salvación estaría vinculada a lo que hacemos y a los méritos que podríamos presentar a Dios, como si él fuera un contable que toma nota de todo lo que realizamos, para luego sumar y restar, desde una perspectiva humana, demasiado humana.

«Maestro, sí, todo esto lo cumplo desde pequeño… ¿qué más puedo hacer?», pregunta el joven rico. Y Jesús, mirándolo con cariño, lo invita a vender todo lo que tiene, a donarlo a los pobres y a seguirle. La salvación, entonces, no está en hacer o cumplir, sino en escuchar, en hacer silencio, en desprenderse y desapegarse.

Salvación y sabiduría

En esta línea, la primera lectura nos viene en ayuda. Aquí se nos presenta la sabiduría como lo más alto que podemos desear. Más valiosa que la plata, que el oro o cualquier riqueza; más importante que cetros y tronos, es decir, debemos preferirla incluso al poder, a la salud y a la belleza.

Parece ser, entonces, que esta sabiduría se presenta como el verdadero camino, en contraste con todo aquello que es inconsistente, pasajero, secundario o efímero, como lo son la riqueza, el poder, la salud y la belleza. Esta sabiduría tiene que ver con lo esencial, con lo que no cambia ni está sujeto a mutación, y es probable que sea lo que el joven rico está buscando.

El joven rico: ¿conformarse o liberarse?

Sin embargo, el joven rico sabe lo gratificante que es tener riqueza y prestigio, poder y, con ello, salud y relevancia social; controlar y disponer de los demás, cuidarse y rodearse de belleza y lujo. ¿Acaso no basta con cumplir estas normas para alcanzar la salvación?

Pero, ¿qué es la salvación sino un camino de búsqueda interior, para deshacernos de todo lo inútil y potenciar lo que el Espíritu ya está trabajando en nosotros? En este sentido, la salvación rima con liberación, liberarnos de lo que nos entorpece y hace más pesada la mochila que llevamos.

«¿Quieres salvarte?», dice Jesús al joven rico. Entonces, vacía la mochila, despréndete de todo lo superfluo, céntrate en lo esencial y sígueme. Mi mente me lleva a la vida de San Francisco, que, rico como el joven de la historia de Marcos, finalmente lo deja todo para hacerse pobre con los pobres.

Desprenderse no solo de lo material

Sin embargo, la dinámica del desprendimiento no termina con las riquezas, porque esta es solo el comienzo. De hecho, yo podría abandonar todo y seguir a Jesús (lo que hoy sería, por ejemplo, optar por la vida religiosa y los votos de pobreza, castidad y obediencia), pero eso no me convierte en pobre.

Podría sentirme aún rico y, entonces, superior a los demás, porque he sido valiente y lo he dejado todo. Podría ser pobre y sentirme superior a otros, porque he hecho mía la vía de la sabiduría, mientras otros no. Podría ser pobre y sentirme el más cercano al Señor, porque lo he dejado todo por él, como el fariseo, altivo frente al publicano.

Ser pobre materialmente no implica dejar de ser rico en expectativas, en imágenes de Dios, en envidias y mezquindades, en comparaciones y divisiones, en prejuicios, creencias, deseos o caprichos.

El joven, rico de sí mismo

Es por esta razón que la liturgia de este domingo ha elegido como aclamación que sigue al Aleluya una de las bienaventuranzas, que encontramos en Mt 5,3: Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. La sabiduría de la que se habla en la primera lectura es la de los pobres en espíritu, quienes han experimentado lo esencial y están aprendiendo a desprenderse de todo lo secundario.

Marcos, entonces, nos presenta a Jesús como la encarnación de la sabiduría. Él es el maestro que, viviendo en plenitud la palabra de Dios, hace que su enseñanza sea más tajante que una espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu. Nos invita a decidir y exige de nosotros que tomemos postura sobre nuestra vida y nuestra identidad, para saber separar lo superfluo de lo esencial, apostando por lo segundo y desprendiéndonos de lo primero.

Conclusión

El sabio es, entonces, quien ha entendido que el camino que nos salva es el camino de liberación de todo lo que nos entorpece. Es la imagen del grano que tiene que romperse y morir para dar fruto, o del hijo que debe pasar por la pasión y muerte para llegar a la resurrección.

Porque al final, en el joven rico, sin nombre, nos identificamos todos nosotros: como él, nosotros también vamos buscando aquello que puede dar sentido a nuestra vida y estamos llamados a decidir si estamos dispuestos a morir, a desprendernos, a despojarnos de lo que queremos, soñamos, sabemos y tenemos, para dejar todo libre en nuestro interior, para que el Espíritu tome el control.

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