El lenguaje de Dios – XXV Domingo T.O. Año B
Unas dinámicas que superan los tiempos
El evangelio de este domingo es muy potente, sin menospreciar las lecturas de los demás días. Os pongo enseguida en contexto: mientras Jesús forma un grupo de doce con la finalidad de mostrar un Israel renovado y construir así el reino de Dios, estos doce están pensando en cosas más concretas, como decidir quién entre ellos es el más importante.
Los tiempos pasan, pero las dinámicas que atraviesan el corazón del ser humano son siempre las mismas. De hecho, la búsqueda de poder y prestigio no falta ni entre los cristianos ni dentro de la institución que llamamos Iglesia.
El lenguaje de Dios: la humildad
El lenguaje de Dios es el de la humildad. Él no actúa de forma directa ni espectacular, sino de una manera sigilosa, respetando nuestra libertad y nuestros tiempos, a través del Espíritu que habita en nosotros. Para escucharlo, hay que hacer silencio, porque Él no grita ni se impone.
Esta humildad de Dios se muestra en la forma en que Él se manifiesta: se identifica con los últimos, con los pobres, los marginados, los sedientos y hambrientos, los prisioneros y los enfermos, los niños y los forasteros.
La humildad en Jesús
Según nuestra fe, Él se despoja de su divinidad para hacerse uno de nosotros, pero no como rey o poderoso, sino como un ser humano cualquiera, sin renombre, sin riquezas, ni influencias o privilegios particulares. Además, decide quedarse con los suyos de una forma que su comunidad, a lo largo de los siglos, ha querido celebrar de manera extraordinaria, reconociéndolo presente en los más comunes de los alimentos: el pan y el vino.
Esta humildad de Dios se expresa entonces en la vida de Jesús, quien no vino para que Dios fuera glorificado, sino para mostrar al ser humano el camino más genuino para ser fiel a su identidad, la de hijo de Dios. Este camino es el del amor, la entrega, el don; un camino en el que no se retiene nada para uno mismo, sino que todo se construye para el bien del otro, para su crecimiento como persona.
La humildad en la cruz
El lenguaje de Dios, el de la humildad, encuentra su símbolo en la cruz, no como un instrumento de tortura y sufrimiento, sino como el lugar en el que Dios se encuentra con el ser humano, así como el ser humano hace experiencia de Dios. Este encuentro es, al mismo tiempo, la causa y el efecto de la fraternidad entre los hombres.
El lenguaje del Yo
¿Cuál es el antónimo del lenguaje de Dios? Es el lenguaje del Yo. Este busca la satisfacción personal, las mayores ventajas y todo lo que implique gratificación, reconocimiento y prestigio. El Yo ambiciona; separa a las personas entre aquellas que pueden ser útiles y las que pueden ser un estorbo.
Este Yo, este ego preocupado por sobrevivir, es guiado por el miedo a que las cosas se tuerzan, y por esa razón intenta adelantarse y controlarlo todo. Este ego está a la raíz de todo lo que estropea las relaciones con los demás, con el entorno y con nosotros mismos: envidia, rencor, avaricia, orgullo, gula, lujuria, ira. Porque el Yo se queda en lo visible, en lo material y superficial, confundiendo el ser con el tener. De esta forma, las cosas y las personas se transforman en medios e instrumentos para que el ego se sienta satisfecho.
El narcisismo
Si el lenguaje de Dios es la humildad, el del ego es la filautía, el exagerado amor por uno mismo. Este narcisismo no lo encontramos solo en la esfera mundana, por usar una palabra quizás no muy precisa, sino también en la esfera de lo religioso y lo espiritual. Es lo que hacen los doce al buscar quién será el primero, y lo que hacemos como cristianos cuando queremos aparentar, actuar para hacernos visibles y recibir aplausos. También ocurre cuando nos sentimos orgullosos por tener tal título o responsabilidad en este o aquel grupo, así como entre los sacerdotes con lo que llamamos clericalismo.
El poder
El problema no es el poder en sí mismo, pues este siempre existirá mientras exista el ser humano. El problema es su uso o mal uso. Allí donde se hace un mal uso del poder, se crean relaciones desajustadas, entre quien se cree superior y quien se cree inferior. Este uso inadecuado del poder es lo que genera las distintas formas de abuso: manipulaciones, despotismo, violencia, divisiones que terminan en guerras, y muchos otros casos que cada uno tendrá en mente. Es el poder sobre alguien.
El buen uso del poder, sin embargo, se fundamenta en dos columnas entrelazadas: el amor y la humildad. El amor me hace salir de mí mismo, reconociendo que no soy el centro del mundo y que hay una realidad mucho más amplia, más allá de mi ombligo. La humildad me hace entender que no soy superior a nadie, y que ya con mis propias limitaciones tengo bastante ocupación mejorando la versión de mí mismo, más que ocupándome de ver la paja en el ojo ajeno. El humilde, entonces, será también empático y misericordioso.
Conclusión
Humildad y amor me abren al otro, reconociendo que todos somos incompletos, y juntos podemos crecer y completarnos. Desde esta óptica, el poder es una herramienta que se usa para el otro, y no sobre el otro, como medio para servir las necesidades del entorno y de las personas. El modelo de poder es el de Jesús, el del lavatorio de los pies, donde se nos muestra que aquel que quiera ser el primero, solo podrá serlo cuando descubra cómo ponerse en el último lugar para servir mejor.