¿Qué sería del cristianismo, ya desde sus orígenes, si quitáramos el universo femenino. Ya desde su comienzo, las mujeres han jugado un papel fundamental en la difusión y crecimiento del cristianismo, mostrando sus talantes como anunciadoras, apóstolas, benefactoras, educadoras, profetisas, teólogas.

Los evangelios, Hechos y las cartas de Pablo están repletas de personajes femeninos que, de una forma u otra, muestran la importancia que debían de haber tenido las mujeres ya dentro del grupo de discípulas de Jesús.

Los expertos, como Rodney Stark en su «La expansión del cristianismo», nos comentan que el mensaje del evangelio y su forma de vivirlo en los primeros decenios después de la muerte de Jesús era tan atractivo que las mujeres y los esclavos también se sentían valorados y dignificados, al punto que se les permitía desarrollar funciones relevantes que eran impensables en el contexto social griegorromano.

Tan rompedor podía haber llegado a ser la dinámica interna a la comunidad de seguidores de Jesús (cf Gal 3,28) que se pensó que no era muy prudente dar la imagen de comunidad peligrosa, que no respeta los valores de la sociedad y del contexto, en el que los amos y las mujeres están en su lugar, que es la casa y las órdenes de su dueño, el hombre.

Y así parece que, poco a poco, se ha ido perdiendo el talante profético y potente que Jesús había inaugurado y Pablo había llevado adelante.

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