Dios, poder y autoridad – III Domingo Cuaresma Año B

Dios, poder y autoridad – III Domingo Cuaresma Año B

La autoridad y la expulsión del Templo

Las lecturas de este tercer domingo de cuaresma nos presentan unos de los momentos clave de la vida de Jesús, narrado por todos los evangelistas: la expulsión de los mercaderes del Templo.

Este hecho, que podemos dar por “muy” histórico en cuanto transmitido no solamente por los sinópticos, sino también por el cuarto evangelio (Juan), fue uno de los factores decisivos que marcaron la vida pública de Jesús, “facilitando” su condenación posterior.

Pensandolo bien, los mercaderes que estaban en el Templo tenían permiso para vender sus productos allí, bienes que, además, eran necesarios para los sacrificios que los peregrinos querían que se celebraran, según los rituales y ritos previstos en la Torah. 

¿Estaba, entonces, Jesús en contra de estas prácticas rituales? No lo sabemos con exactitud, aunque probablemente es más correcto decir que, en cuanto judío, él había estado educado según las enseñanzas de la Ley de Moisés y el Templo no solamente no le era indiferente, sino que reconocía su importancia.

El Templo como medio para acrecentar el poder de la autoridad

El evangelio, de hecho, nos relata como Jesús hace huir a los vendedores y a los cambistas por el celo que tiene por la casa de su Padre, una forma usada en el texto para expresar el amor que él tiene hacia el Templo.

Yendo más a fondo, sin embargo, nos damos cuenta que detrás de los sacrificios rituales se había organizado un lucrativo giro de dinero que beneficiaba sobretodo a los sumos sacerdotes y a la alta aristocracia, aquellos que se hacían cargo del Templo y de su organización. En otras palabras, todo lo que se vendía (animales y madera para los sacrificios) tenía que ser perfecto, sin ningún defecto que corrompería y invalidaría cualquier sacrificio, algo que habría socavando la reputación de los responsables del Templo y del Templo mismo, lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Por esta razón, era el mismo Sumo sacerdote, y la familia que lo respaldaba de Sumos sacerdotes “eméritos”, que se hacían garantes de que todo lo que se vendía respondía a la calidad necesaria para las prácticas rituales, una especie de protocolo ISO ante litteram. ¿Cómo? Porque la madera y los animales eran todos de los árboles y de los ganados del Sumo sacerdote,  “propiedad” que servía para afirmar que todo lo que salía de allí estaba según las normas queridas por Moisés. Esto se traducía, así, en fáciles y atractivas ganancias. Además, le añadimos que toda la carne que sobraba de los sacrificios se volvía a vender como comida para los judíos y era más cara de comprar, en cuanto procedía del Templo, hecho que representaba una doble ganancia.

Jesús, profeta que denuncia al poderoso

El gesto profético de Jesús, entonces, no tendríamos que entenderlo como un ataque al Templo, en cuanto institución, sino como una denuncia para aquellas autoridades que estaban llamadas a hacerse cargo del mismo y que, sin embargo, lo habían transformado en un mercado para ganar dinero.

El suceso que nos relata el evangelio de este domingo nos recuerda que cada vez que hay una autoridad dentro de un grupo u organización, siempre existe el riesgo de que ésta se deje llevar por el deseo del poder, del prestigio y de la riqueza, olvidando su misión, la de contribuir al bien del grupo y no al interés particular.

La autoridad que hace de Dios un ídolo

Aquí, entonces, viene de perla la primera lectura, con el “decálogo” y exactamente con la prohibición de hacer cualquier figura de lo que está allí arriba en el cielo (hacer una imagen de Dios), en la tierra o bajo ella y de adorarla. Dicho de otra forma, este precepto vetaba la posibilidad de hacer una imagen de Dios, por la misma razón por la que estaba (y sigue estándolo) prohibido pronunciar el nombre de Dios. En ambas situaciones, para un judío Dios no tiene forma y se escapa a cualquier posibilidad de ser capturado y reducido en imágenes y palabras humanas. Infringir esta norma significaba crear un ídolo, un artefacto humano que reduciría lo que es Dios a simple imagen empobrecida, haciendo que ello dejara de representar justo aquello por lo había sido pensada.

El gesto de Jesús, entonces, denunciaba la autoridad del Templo que, en lugar de proveer a que se diera un auténtico culto a Dios, aprovechaba su situación para aumentar su poder económico y político sobre aquel pueblo que Dios mismo había escogido desde Abrahán y que había ratificado con Moisés.

¿Pasa hoy algo parecido?

Habría que pensar, entonces, si hoy día no podemos caer, como Iglesia, en la misma trampa que Jesús denunció hace ya dos mil años. En su momento, la autoridad del Templo no se tomó la denuncia de Jesús con la “justa disposición” y buscó la forma de quitar del medio a un hombre molesto, sin darse cuenta de la verdad que ese gesto transmitía.

“Yo soy la autoridad”, pensamos a veces de nosotros mismos, cada uno en su pequeño contexto y nos creemos detentores de la verdad, como si ella fuera propiedad exclusiva nuestra por ser o representar la autoridad.

Sin embargo, lo que hemos dicho de Dios, de su imagen y del primer mandamiento se puede decir de la misma forma con la verdad. Ella no tiene propietarios ni dueños y, por decirlo usando las palabras de la segunda lectura, de Pablo a los Corintios, “lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”, porque lo auténtico y lo verdadero muchas veces están donde menos lo imaginamos.

Conclusión

En este tiempo de sinodalidad y también de revuelo, entre aquellos que gritan al cielo (según una visión de Iglesia que no puede mutar) porque muchos apelan al cambio y aquellos que se impacientan por una Iglesia lenta y rezagada, sería bueno comprender que la verdad no está en un bando ni en otro. Haría falta, más bien, estar dispuestos a escuchar, a ponernos todos en disposición al cambio, sensibles al soplo del Espíritu que viene de donde no lo esperamos, porque de Dios nadie puede hacerse una imagen auténticamente real y fidedigna, así como nadie puede pensarse con la verdad en sus bolsillos.

¿Qué podrá ser más beneficioso (y qué podrá querer Dios, entonces, para visión creyente)? Una familia cuyos miembros buscan la unión en la mutua y respetuosa escucha, sabiendo que el pensamiento único es típico de los totalitarismos y que lo que nos une es la hermandad en Cristo? O la separación por una defensa a oltranza de la auténtica doctrina, que el otro no entiende, desde el punto de vista de cada uno? A los lectores la tarea de elegir la postura más adecuada o de proponer algo más valioso y constructivo, porque no.

Ex 20,1-17: La Ley se dio por medio de Moisés.

Sal 18: R/. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.

1 Cor 1,22-25: Predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los hombres, pero para los llamados es sabiduría de Dios.

Jn 2,13-25: Destruid este templo y en tres días lo levantaré.

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