Autenticidad, Dios y la religión – XXVI Domingo Tiempo Ordinario

Autenticidad, Dios y la religión – XXVI Domingo Tiempo Ordinario

La religión y la autenticidad tienen que ir de la mano para descubrir a Dios y ser verdaderos hijos suyos.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en la viña.» Él le contestó: «No quiero.» Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: «Voy, señor.» Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?» 

Contestaron: «El primero.» 

Jesús les dijo: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.»

En tiempos de Jesús, según el punto de vista de la autoridad religiosa judía, Dios era el santo por excelencia. Lo que importaba era serle siempre fiel y el camino para llegar a eso se conseguía cumpliendo las leyes de Moisés y practicando una escrupulosa pureza cultual y de vida diaria. Era necesario observar en todo los preceptos establecidos y nunca juntarse, compartir o tocar cosas, animales o personas que podían trasmitir su impureza. Un poco como hoy en día con la pandemia que estamos viviendo: había que mantenerse limpio y no juntarse con otros para no ser contaminado. 

La visión de Jesús, sin embargo, era totalmente distinta: para Él lo fundamental era anunciar que el Padre es sin duda Amor y ese amor no se traduce en sacrificios en el templo pero tampoco practicando una pureza que nos encierra y aísla de los demás. 

Para Jesús, la persona y sus necesidades son su centro de interés, no la ley y su observancia.

Su vida es el ejemplo perfecto de su mensaje: con todos se relaciona, intercambia ideas, se confronta, comparte la mesa, cuida de los enfermos, se preocupa de aquellos a los que la élite religiosa declara impuros e infieles a Dios. 

Jesús es el Padre en acción, la humanidad totalmente realizada, llevada a su cumplimento. Porque cada persona que se abre totalmente a su humanidad, se abre indiscutiblemente a la divinidad. 

Jesús había descubierto que cuando se confrontaba con la élite religiosa, justo con aquellos que se creían los más fieles a Dios, sólo encontraba rechazo de su parte. 

Su mensaje era para ellos una gran mentira, peligrosamente incómodo, revolucionariamente negativo, definitivamente herético. 

Y sin embargo, la gente impura, pecadora, infiel (según aquella visión de Dios) era la que abría su corazón y seguía a Jesús porque percibían que en ese hombre, en sus palabras, en su vida, había algo de especial. Su presencia dignificaba, era libertadora, los hacía sentir verdaderamente amados.

Es en este contexto en el que Jesús propone la parábola de este domingo. Por un lado, tiene delante a los sumos sacerdotes y los ancianos, es decir, a la autoridad religiosa. Por otro, está  también está rodeado de aquella gente que lo sigue fascinada por su mensaje. 

En resumen, tiene delante suya a los protagonistas de la parábola: los primeros son como el hijo que dice sí al padre pero al final no cumple con lo que dice, mientras que los segundos son como el otro hijo que se rebela al padre con su no, pero al final se arrepiente y se pone manos a la obra. 

Los dos protagonistas tienen muchas cosas en común: ambos son hermanos, hijos del mismo padre, pero no se sienten así, no se ven como miembros de la misma familia, no creen ser parte de la misma esencia. El primer protagonista se rebela ante la autoridad y el segundo, que le dice “sí” por miedo, le llama “Señor”. Ambos perciben a este padre como una presencia que cohibe, que hay que temer, con quien hay que lidiar de alguna forma. 

Al final sólo uno sale ganando, porque descubre una realidad oculta hasta ese momento: él no es el siervo que tiene que obedecer a su amo, cumpliendo sus mandatos, sino es el hijo amado por este padre. Es libre porque el padre así lo quiere. Es amado, porque el padre no puede hacer otra cosa que amar a su hijo. 

Entonces no hay ningún miedo que tener, no hay ninguna ley que cumplir: sólo hay amor que corresponder, amor que, recibido sobreabundantemente, pide ser donado de la misma manera.

Es el concepto mismo de Dios que Jesús quiere destruir; porque del Padre no se puede hablar como si de una idea se tratara, sino que se hace necesario hacer experiencia de Él. 

Sólo si estamos disponibles para dejarnos tocar por Él, podremos descubrir esa realidad transformadora, acceder a la fuente de la Vida, donde el miedo deja espacio al amor, el egocentrismo es reemplazado por la humildad y lo mío se convierte en un don para compartir con los demás.

El principal riesgo al que nos enfrentamos, entonces, es que nuestra relación con el Padre sea simplemente una apariencia; si el culto, la observancia, el cumplimiento y hasta el bien que hacemos no nos cambia el corazón, eso significa que sólo estamos agrandando nuestro ego, sólo estamos buscando seguridad, sin querer comprometernos, engañándonos con un “sí” vacío de sentido, que se traduce en un “no” a la vida. 

Todos, al fin y al cabo somos el hijo rebelde que da la negativa al Padre, así como el otro hijo que no cumple con su palabra. 

Ahora nos toca entender que ese Padre no tiene en cuenta nada de todo esto. Simplemente está a la espera de que nos quitemos todas las máscaras, para descubrirnos tal como somos; sólo llegando al fondo de nuestra autenticidad podremos llegar a descubrirle tal como es.

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