Hasta setenta veces siete – XXIV Domingo Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.» El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: «Págame lo que me debes.» El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.» Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: «¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»
La justicia de Dios es muy distinta de la nuestra. Para Él la justicia va de la mano con el amor y el perdón, porque sus hijos son lo primero, como el caso de la parábola del hijo pródigo.
Para nosotros, sin embargo, a nivel teórico nos podría hasta ir bien la actitud misericordiosa de Dios, hasta que lo que nos molesta nos toca en primera persona: entonces olvidamos todas las buenas intenciones, porque hay que defender nuestros derechos.
Al fin y al cabo, esta es la actitud del empleado al que se le condona la deuda: ve a otro que le debe dinero y actúa según lo que establecía la ley, la cárcel para quien no paga. ¿Acaso no está en su derecho?
Bien distinta, sin embargo, es la manera de obrar del rey; éste quiere cobrar las deudas pendientes, porque para él sus cosas tienen valor, pero sus funcionarios son lo más valioso que tiene. De hecho ese hombre, ¿cómo hubiera podido pagar esa deuda tan grande? No le habrían bastado cien vidas.
A pesar de eso, no es capaz de perdonar una deuda tan pequeña de cien denarios, equivalentes a unos cien días de trabajo. Su manera de concebir la justicia trae sólo muerte: agarra al deudor, le quita el aliento estrangulándole y le quita su libertad. Es la justicia retributiva.
No es así para Dios, porque su justicia devuelve la vida, hace recobrar el aliento a quien lo creía perdido, restituye la dignidad; porque no hay atrocidades hechas por nuestra parte que puedan reducir el amor de Dios por nosotros. Es la justicia salvífica, hecha de un amor y de un perdón ilimitado y sin condiciones.
Sólo cuándo conseguimos perdonar de corazón dejamos atrás la muerte que nos reconcome y nos libramos de verdad. Quien no perdona vive anclado al pasado, vive en un eterno bucle donde siempre vuelve a la mente la afrenta sufrida y el rencor que tenemos dentro nos come sin que nos demos cuenta.
De esta forma vivimos esclavos del pasado, esclavos de nosotros mismos, en una cárcel que nosotros nos hemos construido, con la falsa idea de una justicia que, una vez cumplida, nos dará otra vez la serenidad.
Pero muchas veces hay que escoger entre tener razón o ser feliz.
Y si conseguimos tener bajo control a nuestro ego, lo mismo tener razón deja de ser la prioridad para dar espacio a la felicidad.
Perdonar es un acto de gran libertad, porque decidimos decir no a lo que nos separa del otro, escogemos hacer callar aquella parte de nosotros que se complace de ser la víctima de la situación, elegimos liberar el presente del peso del pasado.
Todo esto nos devuelve en primera línea al rol de responsable único de nuestra existencia. Pero para eso se necesita un gran trabajo de transformación, de metamorfosis, para pasar de crisálida a mariposa, para vaciarse de los infantilismos del ego y aprender a ser humanos de verdad.
Sólo así podremos perdonar hasta setenta veces siete.