Reflexiones sobre la muerte – XXXII Domingo T.O. Año A
Una vida alejada de la muerte
Vivimos en una época y en unas latitudes en la que nos sentimos casi eternos. La muerte y las enfermedades son elementos de la vida que se han querido arrinconar, poner de lado, alejar de la vista de nuestro día a día. La tecnología y la medicina, además, se proponen alargar cada vez más la vida media de las personas y buscar soluciones para evitar dolores, enfermedades y malestares.
Y así, seguimos viviendo como si la muerte no existiera, actuando y moviéndonos por nuestros contextos como si fuéramos intocables. Muerte y enfermedad son siempre de “otros” y, si es necesario, nos tocan de refilón, como si nosotros no tuviéramos nada que ver con ellas. Es que también nuestro cerebro está hecho para protegernos del dolor y de la ansiedad. El instinto de supervivencia es muy poderoso y quiere ganar por encima de todo.
Sin embargo, antes o después, la vida deja el paso a la hermana muerte y ¿qué es lo que ocurre? Que muchos de nosotros se encuentran muy poco preparados, con la sensación de no haber vivido lo suficiente o de no haber aprovechado las oportunidades que la vida les había brindado. Es la dinámica de costumbre: lo “urgente” se impone, con su lógica aplastante y lo realmente importante se queda atrás, porque a veces ni siquiera somos conscientes de lo que debería ser relevante para nosotros.
¿Qué haríamos a saber que la muerte nos visita?
Es esto, en palabras más burdas, el sentido de la parábola de las vírgenes necias y prudentes, que la liturgia nos propone este domingo, con sus lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento. ¿Qué haríamos, de hecho, si supiéramos el momento en el que la muerte viene a visitarnos? Podríamos angustiarnos, desde luego, y también prepararnos para que este gran momento no nos pille desprevenidos.
Intentaríamos concluir cosas dejada sin terminar, ver y saludar a personas que amamos, transmitiéndoles nuestro afecto auténtico, intentar reconciliar, a lo mejor, relaciones troncadas por incomprensiones y fallos recíprocos. Haríamos una lista de cosas verdaderamente relevantes que decir, hacer, cumplir y que darían más sentido a nuestra vida. En breve, la conciencia de la muerte nos empujaría a dar más valor a la vida.
La sabiduría de los antiguos
Ya lo sabían los romanos, que la sabiduría tiene que ver también con no olvidarse de la muerte. Así, cuando el triunfante general que volvía a Roma tras un gran triunfo y sentía los aplausos y aclamaciones del pueblo como el reconocimiento del Senado o del Cesar, de repente escuchaba a sus oídos el “memento mori” dicho por un siervo suyo, este triunfante militar recordaba que de poco sirve el éxito, porque la vida es pasajera y es necesario exprimirla al máximo, encontrando el verdadero sentido en el sendero de la humildad.
Lo mismo harían más adelante los monjes y los religiosos, en los conventos y monasterios de toda Europa, contemplando en su celda la calavera que le recordaba lo perecedero que somos, porque polvo somos y en polvo nos convertiremos.
La sabiduría cristiana
Máxima sabiduría para el cristiano, sin embargo, no es simplemente ser conscientes de la muerte y, además, aprender a morir. Estos dos elementos son fundamentales para apreciar mejor la vida y buscar lo mejor a través de ella, pero no es suficiente. El cristiano se sabe habitado por el Espíritu, esa fuerza vital que le dinamiza y le da vida. Con él nada tiene que temer, porque ¿si Dios está conmigo, quién está contra mi? (Rm 8,31). La conciencia de esta presencia es la que nos permite vigilar siempre y a no deponer las armas para vivir en los automatismos del día a día.
Estos automatismos nos hacen vivir en la ceguera, en la ignorancia, como la de las vírgenes necias que, poco previsoras, se despistan y se quedan sin formar parte del banquete nupcial porque el olvido del aceite les había hecho retrasar: el ritmo diario y la no reflexión nos hacen perder el tren de las oportunidades. La muerte, sin embargo, necesita de nuestra preparación previa, como el invitado se espera una casa “ordenada” al entrar por la puerta de sus anfitriones.
Conclusión
La hermana muerte no es nuestra enemiga, como decía el pobrecillo de Asís, sino que es puerta de acceso para la definitiva comunión con Dios. Preparar nuestra “casa” a este encuentro permite hacer de nuestras vidas una obra de arte, precioso reflejo de un Dios que es amor y que quiere amar a través de nosotros.
Sb 6,12-16: Quienes buscan la sabiduría la encuentran.
Salmo 62: R/. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
1 Ts 29,7b-9.13: 4,13-17: Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto.
Mt 25,1-13: ¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!