La ilusión del yo- XXX Domingo T.O. Año A
La diferencia entre el yo y los otros
El evangelio de este domingo es muy claro: “Amarás al prójimo tuyo como a ti mismo”. Sí, porque no hay diferencia entre yo que miro y el otro que está siendo mirado. Ambos somos humanos y la raza, el origen, la familia, el género no son suficientes para hacer distinciones empobrecedoras.
La enfermedad del individualismo
Nacemos y crecemos con un fuerte sentimiento y una marcada filosofía individualista, que obras diferencias y distinciones sustanciales entre los míos y los demás, entre lo que es mío y lo que no lo es, entre mi yo y los otros. Por un lado, la sociedad nos impulsa hacia esta dirección: nos enseñan a ser competitivos, a rendir, ser eficientes, a tener éxito, a destacar, a no cometer errores. En el juego hay que ganar al otro, debatiendo hay que desmontar las argumentaciones del otro con la solidez de las mías, en el trabajo hay que mostrarse mejores con respecto a los otros candidatos, para que me escojan a mí y no al resto.
A esto, hay que añadir que también existe un individualismo de grupo, a saber, algunos factores nos hacen sentir pertenecientes a una comunidad y esta realidad nos empuja a desconfiar de todo elemento que no pertenece al grupo, visto como agente potencialmente peligroso para la estabilidad de la tribu. Y es así que se desconfía de todo flujo migratorio, por tierra o por mar que venga, porque estos vienen a quitarnos el trabajo, a aprovecharse de nuestros recursos, a crear delincuencia, a llevarse nuestro dinero.
El instinto de conservación del yo
Sin duda, creo yo, mucho lo debemos a nuestro instinto de conservación, a este atavico impulso hacia la supervivencia que se enraíza en nuestro celebro reptiliano, nuestra parte más primitiva y que desarrolla las funciones más básicas y primaria para mantenernos vivos, a toda costa. Es la sede de los impulsos, que nos ayuda a responder rapidamente a las situaciones de miedo, empujándonos a huir, a atacar o bloqueándonos.
En resumen, entre ciertos mensajes trasmitidos por la sociedad y nuestra configuración hecha de impulsos primitivos y conservativos, vamos por la vida con un piloto automático que nos hace creer que los demás son otra cosa distinta de mi “yo” y potencialmente peligrosos. Los recursos, pensamos, son limitados y es necesario defender lo que es mío, para evitar que otros me lo arrebaten. Es esto uno de los factores desencadenante de toda disputa y de toda guerra.
El otro: el yo que tengo enfrente
Pero, ¿de verdad el otro es tan distinto de mí? ¿No tenemos, ambos, un mismo físico, pelo, rostro, piernas, corazón, brazos? ¿No tenemos ambos un mismo mundo interior, hecho de emociones, sentimientos, una consciencia, un corazón que quiere amar y ser amado, que puede herir y ser herido? Cualquiera que nos encontramos por la calle, ¿no podría ser mi madre, padre, hermano, tio, primo, hijo, sobrino, abuelo y cualquiera de nuestra familia o amigos? Son solo ciertos factores que nos han permitido nacer en un cierto lugar y no en otro, así como pertenecer a una familia y no a otra distinta, en nada de todo esto ha tenido algo que ver con nuestro esfuerzo.
Sin embargo, seguimos pensando que aquella persona con la que me cruzo y que yo desconozco es poco digna de confianza y difícilmente la puedo concebir como una de mi tribu. Para ella hay muy poco, a lo mejor nada; si tan solo la conociera, si fuera de la familia, sería otra cosa, pero no, no es mi asunto y si es peligrosa, mejor no ser tan comprensivos. Al fin y al cabo, ¿por qué abrirme al otro si no la conozco?
De la respuesta instintiva a la respuesta entrenada
Conocer o no conocer. Al final, este es el criterio del que depende muchas veces la suerte de la persona que tenemos delante o nuestra suerte para aquellos que nos tienen enfrente. Y si nos comprometiéramos a un nuevo ejercicio, un entrenamiento todo evangélico, aquello de mirar al otro con otros ojos, para ver en el desconocido, en el enemigo, en el problematico, en el otro en general, una persona con una historia como yo, como mi madre y mi madre, como mi hermano y mi primo, como mi abuela y mi tia.
Este ejercicio nos ayudaría, poco a poco, a deshacernos de la continua guía que nos viene de nuestro cerebro reptiliano y retomar, así, el control de nuestros actos, de forma más madura y consciente. También nos ayudaría a empatizar más con aquel que tengo enfrente, que no es un simple desconocido, sino otro “yo” con una historia, una familia, unas metas, unas heridas, unas esperanzas, exactamente como yo.
La tarea de los cristianos
Desafortunadamente, nosotros cristianos nos hemos encargados muy poco de fomentar este amor desinteresado e incondicional que el mismo Jesús vivía en primera persona. La realidad que nos rodea nos lo demuestra de forma evidente. No por nada Gandhi afirmaba que hubiera sido cristiano de no ser por los cristianos mismos. Deberíamos reflexionar para cambiar el rumbo.
Hemos rechazado el comunismo, porque su ideal no convencía y no permitía un verdadero desarrollo de la sociedad y del ser humano. Hemos elegido el capitalismo, pero ello tampoco parece ser la mejor solución, porque detrás del objetivo de mejorar el bienestar de la sociedad y de los ciudadanos, a través del libre mercado y de la economía, se esconde lo de siempre: los intereses personales de aquellos que tienen más poder y que quieren seguir manteniéndolo o aumentarlo, también a costa de los demás.
Conclusión
“El ojo del espíritu no puede encontrar, en ninguna parte, más resplandores ni más tinieblas que en el hombre; no puede fijarse en nada que sea más temible, más complicado, más misterioso y más infinito. Hay un espectáculo más grande que el mar, es el cielo; hay un espectáculo más grande que el cielo, es el interior del alma”.
Los Miserables – Victor Hugo
El ser humano es muy complejo, porque capaz de ser luz que abruma por sus forma de ser y actuar, así como puede ser aterrador, cuando abraza las tinieblas del odio y de la violencia. Toca a nosotros decidir quién queremos ser y esta elección tenemos la suerte de poderla hacer todos los días, como oportunidad para ser, cada vez más, nuestra mejor versión, en el amor al prójimo sin condiciones.
Ex 22,20-26: Si explotáis a viudas y a huérfanos, se encenderá mi ira contra vosotros.
Salmo 17: R/. Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.
1Tes 1,5c-10: Os convertisteis abandonando los ídolos, para servir a Dios y vivir aguardando la vuelta de su Hijo.
Mt 22,34-40: Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo.