Dios y la fe que transforma – XXIX Domingo T.O. Año A
Una trampa para Jesús
Este domingo me ceñiré a una reflexión sobre el evangelio. Mateo nos cuenta cómo los representantes de la élite judía (fariseos y herodianos) quieren poner en entredicho a Jesús con una pregunta que lo pondría entre la espada y la pared.
El tema tiene que ver con la soberanía de Dios y la dominación romana. Los judíos más intransigentes no podían soportar que unos paganos dominaran al pueblo elegido y ocuparan la Tierra prometida. Los fariseos, sin embargo, tenían una actitud más moderada en cuanto no rechazaban la posibilidad de pagar los impuestos al Cesar, pero con ello no se negaba que el tributo (la adoración) era una acción exclusivamente dedicada al Dios de Israel.
La fe de Jesús
¿Qué pensaba Jesús del pago de los impuestos? ¿Era o no lícito? Se había escuchado ya muchas veces que Jesús anunciaba la llegada inminente del reino de Dios, un reino que no podía incluir a los romanos, en cuanto era “de Dios”. El discurso de Jesús, entonces, podía encender facilmente la mecha de aquellos que esperaban deshacerse del invasor itálico y la ocasión que tenían delante había que aprovecharla.
Según la respuesta de Jesús, su persona y mensaje podían salir dañados. Con un “si, es lícito pagar el impuesto al Cesar”, Jesús habría afirmado de forma indirecta que aceptaba la dominación romana y que su reino tantas veces anunciado no prometía nada distinto, perpetrando lo que ya la gente vivía. Con su “no, no es lícito pagar el impuesto al Cesar”, Jesús estaría poniéndose en contra de Roma, como rebelde, sin ninguna opción de ganar contra el ejercito más fuerte en absoluto.
Todos sabemos de que forma “airosa” sale Jesús de esta trampa que sus adversarios les había preparado, pero me gustaría pararme en esta expresión: “Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
¿Puede la fe tener cabida solo en ciertos ámbitos de la vida personal?
Hoy día, esta expresión nos recuerda la autonomía de la realidades humanas con respecto a la esfera religiosa: la ciencia, la política, la economía y otras tantas disciplinas, áreas y ámbitos se desarrollan en una óptica que no tiene porque estar vinculada con la fe religiosa y, además, tienen todos estos saberes unos métodos y criterios de investigación propios, que poco tienen que compartir con la esfera espiritual. De aquí, la famosa separación entre fe y ciencia, que también ha llevado a otra consecuencia, a saber, la separación entre fe y cultura.
Sin negar la necesaria autonomía de la que hemos escrito antes, tampoco podemos pasar por alto el riesgo de este dualismo. Negar esta autonomía, de hecho, nos haría caer en el riesgo de la teocracia, en la que todo se establece y se impone desde criterios religiosos. Exaltar demasiado esta autonomía, sin embargo, nos hace caer en otra desviación, a saber, la de pensar que entre la fe y la vida diaria existe una separación: la fe puede expresarse en algunos ámbitos y en otros no tiene cabida.
La fe como experiencia que transforma
Esta forma de pensar se fundamenta sobre una equivocación. La fe no es como una gafa que se pone y se quita según la necesidad del individuo. Si fuera así, ella sería una herramienta, un objeto que usamos y desechamos según si es útil o si deja de serlo. Sin embargo, la fe no es un objeto, ni tampoco un conjunto de doctrinas que están en el intelecto, sino que ella es la respuesta de la persona a la experiencia de sentirse amado por Dios, tal como uno es.
Esta experiencia te cambia por dentro y la fe, como respuesta, se transforma en tu otra piel. Se descubre, entonces, que bajo el prisma de la fe, Dios no está presente a veces y otras está ausente. Presente y ausente son más bien modalidades debidas a nuestra consciencia que, a veces, estará más atenta y percibirá la cercanía de Dios y, otras veces, será incapaz de notar esa presencia.
Por un alma creyente, entonces, como supongo para Jesús también, no existe un lugar, un ámbito o esfera en la que relegar a Dios y otras áreas donde poder desarrollar una lógica lejos de Él. En esta óptica, sería absurdo, superficial e incoherente pensarse creyente durante el domingo o la eucaristia, dentro de la Iglesia y, al salir de ella, volver a ponerse el traje cotidiano con valores distintos a los que nos recuerdan los Evangelios.
Conclusión
Para la persona de fe, entonces, todo está vinculado y se puede interpretar desde el prisma de Dios, porque no hay espacio y tiempo que puedan existir desconectados de Él. En este sentido, la expresión de Jesús manifiesta la soberanía de Dios, en la que las mismas pertenencias del Cesar dejan de ser suyas en realidad, porque todo pertenece a Dios y a él reenvía.
Dicho esto, todo se remite a la cordura y al equilibrio del creyente, llamado a discernir los acontecimientos y su significado en el lenguaje de Dios. El riesgo, cuando faltan las dos característica aquí arriba mencionadas, es la de conectar todo a Dios, sin discriminar (la epidemia es, entonces, un castigo enviado por Dios) y de permitir todo en nombre de Dios (violencia incluida). Esto, sin embargo, es servirse de Dios para justificar algunos inestabilidades interiores no resueltas y termina en el fanatismo; pero de ello no vamos a hablar ahora.
Is: 45,1.4-6: Yo he tomado de la mano a Ciro, para doblegar ante él las naciones.
Salmo 95: R/. Aclamad la gloria y el poder del Señor.
1Tes 1,1-5b: Recordamos vuestra fe, vuestro amor y vuestra esperanza.
Mt 22,15-21: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.