Un mundo sin miedo – XII Domingo T.O. Año A

Un mundo sin miedo – XII Domingo T.O. Año A

El miedo de las primeras comunidades cristianas

No es descabellado pensar que la comunidad de Mateo podía encontrarse en dificultad, perseguida en parte por un contexto hostil, entre aquellos judíos que no aceptaban la doctrina de Jesús y el ambiente pagano que no terminaba de entender esta “no fe” de aquellos hombres tan raros que seguían a un tal Cristo y que negaban a los dioses de siempre.

En este ambiente de tensión es también probable que algunos cristianos empezaran a temer exponerse y declarar abiertamente su fe, por miedo a ser rechazados, atacados, excluidos o perder el trabajo o, porque no, la vida.

Jesús y Pedro, dos actitudes distintas

Se me pasa por la cabeza la escena del interrogatorio de Jesús en el Sanedrín: mientras él está respondiendo con valentía al Sumo Sacerdote, recibiendo también uno o varios golpes, Pedro, que está fuera en el patio, declara más de un vez que no conoce a Jesús. Lo hace también delante de una criada que lo había reconocido como uno de sus seguidores; ella, cuyo testimonio no valía nada en aquel entonces, por ser mujer, pone en jaque a Pedro, que bien tenía que saber lo poco creíble que podía ser la declaración de una mujer.

Sin embargo, todos los evangelistas recogen esta escena y ponen de manifiesto dos actitudes contrapuestas: por un lado, la valentía del maestro, el cual no cede frente a las adversidades; por otro lado, el discípulo más importante que, a la hora de la verdad, se echa atrás y traiciona a su maestro.

El miedo reduce la vida a un cálculo

¿No servían, acaso, estas escenas y estas observaciones para sacudir a una comunidad que podía dejarse llevar por el miedo a la persecución e invitarla a no desanimarse?

Al final, es tan natural caer en la trampa que nos hace transformarlo todo en un cálculo, en el que valoramos perdidas y beneficios, restamos o sumamos y si el resultado nos gusta tiramos para adelante, y si no, nos echamos atrás.

La vida y sus dos caras

Es por esta razón que se vuelven a enfrentar, como siempre, las dos caras de la misma moneda, a saber, la vida: por un lado tenemos el instinto de supervivencia, el deseo de permanecer vivos, a veces cueste lo que cueste y, por el otro lado, el deseo de dar vida, engendrarla, permitir que la vida fluya a través de nosotros. Si lo pensamos un poco, estas dos caras son la expresión de la vida que quiere florecer sin parar y sin embargo, si hay un exceso de egoismo, esta vida se manifestará como instinto de supervivencia, capaz de tomar el control y llegar, incluso, a matar para no desaparecer. Si, al contrario, superamos el egoismo, y el miedo conectado a él, la vida se manifestará como deseo de donarse, ya no para “mi” bien, sino para un bien mayor (los otros, el Otro).

El mundo a través de los ojos de Jesús

En mi humilde opinión, Jesús había llegado a un punto tal en el que el egoismo ya no lo dominaba y, ya no sometido por el miedo, era capaz de ver el mundo con los ojos de quien confía totalmente. Nada podrá hacerme daño, podría haber pensado Jesús, porque el Padre y yo somos uno y esto es lo que importa. Nadie me puede quitar la vida, porque ella no se reduce a la dimensión física, sino que comporta una profunda experiencia de unión con los demás y con Dios que relativiza todo lo que tiene que ver con mi pequeño mundo del ego, del aquí y del ahora.

Debajo de la superficie, de la primera capa que nuestros sentidos nos permiten experimentar, existe un mundo de profunda relación. Si conseguimos entrar allí, comprenderemos que todo está interconectado por raíces muy profundas y vitales, algo que nuestro filtro de ego no nos permite descubrir ni saborear. Una vez allí, sin embargo, podremos ver el mismo mundo pero, ahora, con otra mentalidad, lo cual lo transformará en otro mundo, donde ya no hay espacio para  la venganza, para el dominio, para el miedo que ciega, porque en este nuevo mundo ni siquiera la muerte puede acallar la vida que se manifiesta a través de nosotros.

Conclusión

Entrar en este mundo es un don que viene del Espíritu, algo que está concedido para todos pero que no es comprendido sino que por una pequeña minoría, aquella compuesta por los que llamamos “místicos”. Solo si nos dejamos transformar por el Espíritu, él se hará hueco en nosotros, porque habremos dejado de luchar para imponer nuestra visión y dejándonos moldear por él, podremos confiar como un hijo en los brazos del Padre, sabiendo que hasta los cabellos de nuestra cabezas están contados. 

Jr 20,10-13: Libera la vida del pobre de las manos de la gente perversa.

Salmo 68: R/. Que me escuche tu gran bondad, Señor.

Rm 5,12-15: No hay proporción entre el delito y el don.

Mt 10,26-33: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo.

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