Expectativas, misterio y alteridad – Domingo de Ramos Año A

Expectativas, misterio y alteridad – Domingo de Ramos Año A

Las expectativas de la gente

La entrada de Jesús en Jerusalén, así como nos la cuentan los evangelistas, parece avivar los ánimos de la gente. Ella lo aclama con el grito: “Hosanna al hijo de David”. De hecho, su entrada montado en una borrica no podía que recordar al hijo de David, Salomón, entrando en Guijón sobre la mula del padre, para que el sacerdote Sadoc y el profeta Natán lo ungieran como nuevo rey de Israel (cf. 1Re 1,33-34).

Pero, ¿por qué razón la gente aclamaba a Jesús? ¿Qué esperaban de él? Por un lado, esto me recuerda las dos preguntas de Jesús a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Y justo después: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” (Lc 9,18-19). Jesús mismo quería comprender si la multitud y sus amigos más cercanos habían entendido quién era él. El mismo Lucas, con su relato de los discípulos de Emaús nos resume perfectamente el malentendido sobre él: “Nosotros teníamos la esperanza de que él iba a ser el libertador de Israel, pero ya han pasado tres días desde que sucedió todo esto” (Lc 24,21).

Jesús, ¿Qué tipo de Mesías?

Sin embargo, parece que Jesús decepciona a todos y, de hecho, termina solo, preso del poder religioso y civil. Había lanzado varias señales peligrosas. ¿Era él el nuevo Mesías en la linea de Moisés que, como legislador, se hacía interprete legítimo de la Torah (“Habéis oído que se dijo…pero yo os digo” Mt 5,43)? O ¿era el Mesías en sentido sacerdotal, venido para purificar el Templo (cf. la expulsión de los mercaderes del Templo)? Y ¿por qué no creerle como el Mesías en sentido davídico, cuya finalidad era la de expulsar a los romanos de Israel y devolver la Tierra prometida a la soberanía de Dios?

Las expectativas y el misterio de la alteridad

¿Era Jesús alguien que podía cumplir con estas expectativas o no era nada de todo esto? Los dos discípulos de Emaús, que iban abatidos, parecen decir que sus esperanzas habían fracasado. ¿No es, acaso, lo mismo que nos pasa a nosotros también? ¿No tenemos también nosotros expectativas que proyectamos sobre Dios y, sin ir más lejos, sobre las personas que nos rodean? Solemos esperamos algo de los otros y del Otro porque, consciente o inconscientemente, imaginamos a nuestro interlocutor como una prolongación de nosotros mismos. En otras palabras, nos esperamos que el otro actúe así porque nosotros lo haríamos de esta forma.

Sin embargo, esta experiencia nos recuerda que no podemos reducir la alteridad a nuestra imagen y semejanza, que se trate del hermano o de Dios. El otro se nos escapa cuando queremos encerrarlo en nuestras categorías, no solo porque por sus límites se puede equivocar y sorprendernos, sino también porque él sigue siendo un misterio, del que desconocemos sus profundidades, a veces oscuras para él mismo.

El misterio de Dios

Esta alteridad se nos hace aún más inalcanzable si se trata de Dios. Aquí es el Eterno que queremos hacer entrar en los límites temporales, es el Infinito que queremos de-finir con nuestros esquemas y conjeturas. El intento de comprender al Otro, natural y querido por nuestra parte, está abogado a un cierto fracaso, así como afirma s. Agustín en su sermón 52: “Entonces, ¿qué podemos decir, hermanos, de Dios? Si lo que quieres decir lo has comprendido, no es Dios; si pudiste como comprenderlo, has comprendido otra cosa en lugar de Dios. Si crees haberlo comprendido, te dejaste engañar por tu imaginación. Si lo has comprendido, entonces no es Dios; si en verdad se trata de él, no lo has comprendido. ¿Cómo, pues, quieres hablar de lo que no has podido comprender?”

Esta noche oscura, para decirlo con Juan de la Cruz, es la que experimentó el mismo Jesús, en el huerto del Getsemaní, cuando deseaba que pasara de él aquel cáliz, o con su grito en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús también comprende que lo que esperaba de Dios no coincide con sus expectativas.

Conclusión

Sin embargo, la pasión no termina con la muerte. Las expectativas de Dios son mucho más elevadas que las nuestras y esta es otra forma de decir la resurrección. El sendero que nos une a Dios y al hermano, entonces, es un camino de purificación, de expoliación, en el que estamos llamados a abandonar nuestro punto de vista y asumir por un momento él del otro, reconociendo la alteridad y su valía. Esto es el camino hacia la comunión, la vía del amor, que no aplasta al otro y no lo encasilla en una visión reducida de la realidad, porque ella es siempre más amplia de mi pequeño horizonte.

Las lecturas de este domingo de Ramos, entonces, entre otras cosas nos recuerdan cuán fundamental es escuchar al otro, intentar comprenderlo, movidos por un mutuo y sincero interés. Sin estos presupuestos, solo se fomentará la violencia, el miedo, el odio, los prejuicios que llevan a las guerras y a sacar nuestra peor versión. La noche oscura de s. Juan no solo es una receta  para nuestra relación con Dios, sino que también se puede aplicar, de forma analoga, en las relaciones que tenemos con los demás.

Is 50,4-7: No escondí el rostro ante ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado.

Sal 21: R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Flp 2,6-11: Se humilló a sí mismo; por eso lo exaltó sobre todo.

Mt 26,14-27,66: Pasión de nuestro Señor Jesucristo.

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