El tesoro escondido – XVII Domingo Tiempo Ordinario

El tesoro escondido – XVII Domingo Tiempo Ordinario

El reino de los cielos se puede comparar a un tesoro escondido en un campo. Un hombre encuentra el tesoro, y vuelve a esconderlo allí mismo; lleno de alegría, va, vende todo lo que posee y compra aquel campo.

También se puede comparar el reino de los cielos a un comerciante que anda buscando perlas finas; cuando encuentra una de gran valor, va, vende todo lo que posee y compra la perla.

Puede compararse también el reino de los cielos a una red echada al mar que recoge toda clase de peces. Cuando la red está llena, los pescadores la arrastran a la orilla y se sientan a escoger los peces: ponen los buenos en canastas y tiran los malos. Así sucederá al fin del mundo: saldrán los ángeles a separar a los malos de los buenos, y arrojarán a los malos al horno encendido, donde habrá llanto y rechinar de dientes.

¿Habéis entendido todo esto? les preguntó Jesús. Sí, respondieron ellos. 

Entonces concluyó Jesús: Todo escriba que ha hecho discípulo del reino de los cielos es como el dueño de una casa, que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo.

Desde siempre llevamos dentro una sensación de insatisfacción que nos empuja a buscar algo que pueda colmar este vacío que experimentamos. Nos sentimos incompletos, como si siempre nos faltara algo más para sentirnos satisfechos. 

Quien tiene la suerte de encontrar lo que le hace feliz y le llena, entonces su vida cambia y con ella cambian los valores y parámetros que hasta ahora habían regido su forma de vivir.

Exactamente esto es lo que nos describe hoy Jesús en esa cuarta parábola del capítulo 13 de Mateo (recuerdo que el domingo pasado vimos tres parábolas: del trigo y la cizaña, de la mostaza y de la levadura). Un campesino está trabajando en un campo y de repente encuentra un tesoro de gran valor; acto seguido lo esconde, vende todo lo que tiene y compra ese campo para quedarse con el tesoro. 

Parecida a ésta es la siguiente parábola en la que se nos presenta un mercader de perlas que va en busca de una de gran valor y en cuanto la encuentra vende todo sus bienes para hacerse con ella. 

Como nosotros y nuestros ancestros, también Jesús estuvo buscando ese tesoro que le llenara por dentro; Él también sentía que le faltaba algo, que vivir no podía ser simplemente estar en familia y ocuparse de su trabajo de carpintero.

Descubrió que ese tesoro estaba dentro de él y que era el amor del Padre. Desde entonces nada fue igual como antes para él y decidió dejar todo lo que hasta entonces podía ser importante para dedicarse a lo esencial.

No importa si la vida nos lleva sin quererlo a encontrar esta perla de gran valor, como pasó al campesino, o si la buscamos de forma intencionada, como con el mercader; lo que importa es que en esta vida, que es la única que tenemos, estamos llamados a tomar una decisión: perdernos en tantas cosas pequeñas que no tienen valor o de verdad decidirnos a encontrar el sentido a nuestra vida y jugárnosla todo en lo que realmente vale la pena. 

Jesús, al final lo tuvo claro, y decidió que esa vida que él había recibido como un regalo, había que gastarla para comunicar nueva vida, con el mismo amor que él había recibido del Padre. 

Y la siguiente parábola es clara en este sentido: un pescador echa su red y espera un tiempo hasta recogerla, para luego quedarse con los peces buenos y tirar los malos.

Aquí la traducción de “malos” hay que cambiarla por otra mejor de “podridos”, porque el primer término tiene connotaciones morales, mientras que los peces simplemente están podridos, o sea es una constatación de la realidad.

Al final, tenemos que decidir si ser como los primeros peces, los buenos porque son los que llevan la vida y el amor y lo comunican, superando los miedos, los prejuicios, la pereza interior y haciéndose don para los demás; o ser como los segundos, los podridos que ya no sirven, porque no han conseguido acoger dentro de sí la vida y entonces sólo pueden comunicar muerte, porque ya son inútiles, marchitados por dentro, porque han decidido vivir según la lógica del poder, del haber y del ser a costa de los demás.

A pesar de nuestra decisión, una cosa es segura: ese tesoro, que todos buscamos, no está fuera de nosotros, sino escondido en nuestro interior, a la espera de que decidamos mirarnos dentro y ver lo brillante que es. 

En este momento, ya no habrá distinciones de color ni de sexo, de género ni de política, de credo ni de dinero. Allí dentro conseguiremos verlo todo con los ojos de Dios y ya nada será igual.

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