Nuestro enemigo es el miedo – XXXIII Domingo Tiempo Ordinario

Nuestro enemigo es el miedo – XXXIII Domingo Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: «Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco.» Su señor le dijo: «Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor.» Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos.» Su señor le dijo: «Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor.» Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: «Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo.» El señor le respondió: «Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes.»»   (Mt 25,14-30)

Ya lo decía Gandhi que nuestro enemigo no es el odio, sino el miedo. El miedo no nos permite despegar el vuelo, realizarnos completamente, vivir buscando la plenitud. De hecho el miedo nos paraliza, nos coarta, porque nosotros mismos decidimos coartarnos. 

Todos somos como uno de los tres empleados de la parábola de este domingo, el que recibe un talento. En lugar de administrarlo como si fuera suyo, como los primeros dos empleados hicieron, lo esconde bajo tierra y se va. 

En aquel entonces tener un talento era una fortuna, porque correspondía a unos 30 kilos de oro, 20 años de trabajos para un judío medio.

Antiguamente, la ley judía protegía al deudor de un posible robo, porque si el dinero que le robaban estaba sepultado bajo tierra, entonces no estaba obligado a devolverlo a su propietario. 

Aquí se ve, entonces, como éste empleado hace todo lo que está en su poder para protegerse y pone todo su esmero hasta que termina sepultando su existencia (su talento) bajo tierra. Deja de vivir, por sí acaso puede fracasar, equivocarse, ser traicionado y renuncia a toda posibilidad que esa riqueza podía haber traído a su vida.

La vida desde el miedo es una existencia que va buscando deshacerse de toda responsabilidad y compromiso, con el único fin de cuidar de sí mismo y mantenerse a salvo. Esta vida no da fruto, simplemente porque al conservarse no se dona y se transforma en estéril. 

Resuenan aquí otras palabras de Jesús que dicen: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que, por causa de mí, la pierda, ese la salvará” (Mt 10,39). 

El miedo no nos permite disfrutar de lo que tememos perder y creemos que si lo agarramos y no lo soltamos, ese bien no se alejará de nosotros, cuando en realidad no nos estamos dando la oportunidad de vivirlo plenamente. 

Sin embargo los primeros dos empleados actúan de forma distinta. Ellos también han recibido en don una gran fortuna y hasta mayor. Saben que es un don gratuito de su señor e invierten esta riqueza, que no es sino su vida, para darle más valor. 

Aquí Mateo, entonces, pone en evidencia un elemento fundamental: los primeros dos empleados no temen al señor, mientras que el último sí. El miedo (que paraliza a todos, ateos y creyentes) es fruto de una falsa imagen de Dios. 

Unos creen y se crean la imagen de un Dios contable, que mira cada pensamiento, gesto, palabra, obra, para luego pedir cuenta. Este es un dios que temer y es el dios legalista, el juez, el dios de los supuestos buenos, según los cuales él tendrá que condenar a quien se han alejado de los mandamientos de Dios y de la voluntad de su mandatarios. 

Distinto es el Dios que perciben los primeros dos empleados. Para estos, Dios es quien dona una gran fortuna por amor, y esa gran fortuna, la vida, la administran como si desde siempre hubiera sido de ellos. 

No la sepultan, no se esconden, no se alejan de los demás encerrándose en el egoísmo, en el miedo, en la desconfianza. De hecho van a negociar sus talentos, para que den resultados. Porque cuando nos encargamos de vivir plenamente, entonces transformamos nuestra vida en don para los demás, haciendo brillar nuestra existencia con el óleo de la caridad. 

Como las doncellas sabias del domingo pasado, los primeros dos empleados de esta parábola deciden entregar su vida para ser luz para los demás. Y en todo esto Jesús no hace hincapié en ritos que seguir o mandamientos que observar, sino en una vida vivida para dar vida a los hermanos. 

Después de casi 2000 años de la muerte de Jesús, tenemos que seguir preguntándonos qué imagen de Dios tenemos. Es necesario volver al auténtico mensaje del Nazareno y como él, es necesario hacer una verdadera experiencia del Dios de amor. Porque todavía no hemos entendido el mensaje verdaderamente revolucionario de aquel simple carpintero de un pueblo casi desconocido del medio oriente. 

Por este mensaje, por esta buena nueva, él reconfiguró toda su vida y dejó todo para poner en   entredicho toda tradición, ley, pensamiento y actitud que no sirviera para crear una sociedad de igualdad, justicia, amor. Porque al fin y al cabo no se trata de ortodoxia sino de ortopraxis. 

«Los ríos no beben su propia agua; los árboles no comen sus propios frutos. El sol no brilla para si mismo; y las flores no esparcen su fragancia para si mismas. Vivir para los otros es una regla de la naturaleza. Todos hemos nacido para ayudarnos mutuamente. No importa lo difícil que pueda llegar a ser. La vida es buena cuando tú estás feliz; pero la vida es mucho mejor, cuando los otros son felices por causa tuya». Papa Francisco

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