El amor es la única medida – XXX Domingo Tiempo Ordinario

El amor es la única medida – XXX Domingo Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?» 

Él le dijo: «»Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.» Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.» (Mt 22, 34-40)

Después de haber visto como Jesús neutralizaba la trampa de los fariseos sobre sí era lícito o no pagar el impuesto al Cesar, estos mismos vuelven al ataque en el intento de desacreditar a Jesús y demostrar al pueblo que, en fin, de él no hay mucho que aprender. 

Los fariseos, muy estrictos en la observancia de la ley religiosa, tenían 613 entre preceptos y prohibiciones que respetar. Esta realidad no era desconocida ni por pueblo ni por Jesús y por eso un escriba, de entre los fariseos, le pregunta a Jesús cuál es el más importante mandamiento de toda la Ley. La respuesta la conocemos todos y es la siguiente: amar a Dios “con” todo ti mismo y al prójimo “como” a ti mismo. 

En la visión judía y religiosa del tiempo de Jesús, Dios es el principio y fin de todo, así que Él es quien va puesto por delante de cualquier otra cosa; de esto se deriva que amar a Dios es el principal y primer mandamiento. Ahora bien, ¿dónde se manifiesta este amor a Dios? Eso se hace concreto en el amor a los hermanos, porqué quien no ama a su hermano que ve, no puede amar a Dios que no ve (1 Juan 4,20).

Eso trae consecuencias fundamentales en nuestras vidas, porque quien niega Dios y luego sabe amar al prójimo, ese está haciendo real al mismo Dios que antes negaba; sin embargo quien afirma creer y amar a Dios y luego no es capaz de amar al prójimo, ese está negando el mismo Dios que antes afirmaba como verdadero.

En esta óptica, entonces, lo que vale no son tanto mis creencias; ya poco importa si soy ateo o agnóstico, cristiano o budista, musulmán o de ésta u otra confesión religiosa.

Lo que sí importa es mi capacidad de amar. Y esta capacidad de amar todos la tenemos, sólo que por lo general no somos capaces de aprovechar todo el caudal de amor que vive en nosotros, porque otras cosas parecen preocuparnos más y van cerrando ese grifo. 

En consecuencia, si el verdadero amor lleva a la unión, una falta de éste lleva a dividir; por lo tanto mi grupo será mejor que el tuyo, mi Dios más que el tuyo, mi país, mi trabajo, mi familia, mis intereses serán siempre más importantes que los de los demás. 

Pero, reflexionemos un poco: en la vasta inmensidad del universo, con incontables estrellas y galaxias, donde nuestra Vía Láctea ocupa un lugar muy pequeño y donde allí se encuentra aún más pequeño nuestro Sistema Solar y allí dentro se encuentra uno de los más pequeños planetas de éste, la Tierra.

Justo allí, en un diminuto espacio, de un ya diminuto planeta, vivimos nosotros, metidos cada uno en nuestras pequeñas burbujas como si fuéramos el centro del mundo y los demás tuvieran que girar a nuestro alrededor. 

Si sólo nos parásemos a pensar un poco y con actitud humilde nos despojásemos de nuestro orgullo y egolatría, esa ya sería una gran conversión que nos permitiría abrirnos a los demás con actitud de servicio, con ganas de ser útil, de contribuir con nuestros pequeños gestos para construir algo bonito en este pequeño rincón del universo. 

Hagamos nuestra, entonces, la invitación de Jesús. Dejemos de mirar a nuestro ombligo, en todos los campos, personales y colectivos, políticos y religiosos, civiles y económicos y empecemos ya a mirar con un corazón renovado. 

Sólo así descubriremos que el que está cerca mía es un “otro yo”, distinto de mi pero más parecido a mi de lo que puedo imaginar; que a fin de cuentas yo soy el prójimo para el otro y que entonces somos todos una gran familia, con un único Padre, que llamamos Dios.

Amar como nos pide Jesús no es fácil, pero es posible. Sin embargo es necesario que seamos nosotros a dar el primer paso. Si quieres que te abracen, que seas tú el primero en abrazar. Si quieres que se acuerden de ti, hazlo tu primero. Si quieres hacer las paces con quien te ha ofendido, no esperes a que sea el otro a buscarte, sino muévete tu primero. 

Dejemos de pensar a nosotros mismos como el centro del universo, en el sentido ego-céntrico y transformémonos en centro de gravedad, atrayendo a los demás por nuestra forma de amar.

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